Jeremías 18, 18 20; Sal 30, 5-6. 14. 15-16; san Mateo 20, 17-28
Hace unos días me llamaba un sacerdote para ver qué tal estaba. Hace muchos años que nos conocemos, y mucho he aprendido de él. Me preguntaba qué tal estaba yo, pero en el fondo quería decirme cómo estaba él. Se sentía muy solo y, como muchas veces ocurre cuando en cualquier institución prima la burocracia sobre el trato personal, creo que bastante desasistido. Es no sólo un buen hombre, sino un buen sacerdote que da su vida por su parroquia y le pagan con el abandono. Tristemente esto no se da exclusivamente en la Iglesia (que es donde menos debería darse). También lo veo en las madres que sufren el abandono de sus hijos una vez que los han criado, en las empresas con el trabajador eficiente y honrado, cuando premian al “trepa y pelota,” entre los vecinos que no agradecen la labor del presidente de la comunidad. Parece ser que ahora, y casi siempre, se paga al que hace el bien con el mal.
“«Venid, maquínenos contra Jeremías, porque no falta la ley del sacerdote, ni el consejo del sabio, ni el oráculo del profeta; venid, lo heriremos con su propia lengua y no haremos caso de sus oráculos.» Señor, hazme caso, oye cómo me acusan. ¿Es que se paga el bien con mal, que han cavado una fosa para mí?” Si esto ya le pasaba a Jeremías, con lo que ha avanzado la humanidad (sobre todo en bestialidad), ¿cómo no iba a ocurrir en estos días?.
El bien es difícil de entender. Mucha gente no quiere comprenderlo y cuando ve a alguien que hace el bien se pregunta: “¿Qué buscará con esto?” Es difícil de explicar y, a veces, más difícil de vivir. El bien busca el bien por sí mismo, no busca lo bueno para el que lo hace, ni pretende el agradecimiento. Por eso el bien no tiene medida, ni calcula las consecuencias. No es calculador ni timorato. El que hace el bien simplemente lo hace, no busca otra cosa., como Así se lo solemos decir a los niños pequeños: quien busca el aplauso o el reconocimiento cuando hace algo bueno, simplemente se busca a sí mismo. El bien no se puede comprar, ni se puede pagar. Por eso molesta.
Entonces ¿qué hacer cuando uno empieza a hartarse de ser bueno y de recibir males?. Mirar a Cristo. No es un consuelo espiritualista o piadoso. No es el decir “fastídiate, que Él se fastidió más por ti.” Eso sería una tontería. “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén, y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas, y lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles, para que se burlen de él, lo azoten y lo crucifiquen; y al tercer día resucitará.” Mirar a Cristo es comprender que vale la pena el bien por encima de todo, hasta de la propia fama, de la honra, de la vida. Tú y yo sabemos el bien que Cristo nos trajo con su muerte y resurrección: nos ha dado la vida de hijos de Dios, nos ha redimido del pecado, concedido la vida eterna, nos da los dones del Espíritu Santo, nos concede una esperanza viva, una alegría que se palpa, a la Virgen como nuestra Madre, a la Iglesia, etc. etc. etc. Por eso el bien vale la pena, a pesar del mal. Y además, cuando uno es bueno, hasta cuando le hacen mal dice gracias.
“No sabéis lo que pedís. ¿Sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber?” “Lo somos.” ¿Somos capaces de hacer el bien? Lo somos. No lo dudes. Y cuando te canses, cuando empieces a buscarte a ti mismo o creas que “ya está bien,” mira a Cristo y ten el convencimiento de que Él ya ha vencido al mundo. El mal, como la mentira, tiene las piernas muy cortas. El bien se expande más allá de lo que nunca podremos imaginar.
La Virgen sabe todo lo bueno que haces, incluso aquello de lo que nadie se entera. No creas que no te lo agradecerá. Con eso nos basta. Yo iré a cenar con ese sacerdote. ¿Tú que vas a hacer?.