Jeremías 17,5-10; Sal 1, 1-2. 3. 4 y 6; san Lucas 16,19-31

Estos días toca hablar de sacerdotes amigos. A otro de ellos, ya jubilado, le ha dado un amago de infarto. Después de unos días en el hospital y una vez pasado el susto, ya se ha decidido a llevar una vida tranquila, se la tiene bien ganada. Una vida tranquila es celebrar la Misa a unas religiosas, dedicar más tiempo a la oración, algunos paseos diarios y, sobre todo, quitarse de la cabeza muchos problemas que no eran suyos. Esto de los infartos ayuda a muchos a replantearse lo que están haciendo en la vida, y es que cuando comprendes que ese mecanismo puede fallar, uno procura cuidarlo.
“Nada más falso y enfermo que el corazón: ¿quién lo entenderá?” No nos habla Jeremías de una víscera. ¡Ojalá cuando apartamos nuestro corazón (toda nuestra vida), del Señor nos sintiésemos tan enfermos como con una angina de pecho!. Pero no, el pecado habitualmente devora al propio pecador, que se enorgullece de verlo crecer y fortalecerse, sin darse cuenta de que le está quitando la Vida (con mayúsculas). “Maldito quien confía en el hombre, y en la carne busca su fuerza, apartando su corazón del Señor.” Es curioso el corazón del hombre, está hambriento de Amor y se dedica a atiborrase de orgullo, de dinero, de amor propio. Es como el perro que engulle su propio vómito. Por eso es difícil cambiar el corazón obstinado: «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto.» Es difícil, pero no imposible. Pero el Señor puede hacerlo.
De la parábola del llamado Epulón y de Lázaro siempre me ha llamado la atención en que el rico siga llamando a Abrahán “padre,” y este llama a Epulón “hijo.” Y es que el amor de Dios por el hombre no se resquebraja, ni se aparta de él, por muy pecador que sea esa persona. Por muy lejos que queramos tener el corazón de Dios, Dios no se aleja de nosotros. Hasta el día que tengamos que decir el “quiero” o “no quiero” definitivo, Dios no deja de acercarse al hombre, aunque este le rechace. Por eso el darnos cuenta de que nuestro corazón no funciona, que no va al ritmo de Dios, sino según el latido de nuestros caprichos, puede parecer una enfermedad gravísima. Pero siempre tenemos cerca al médico, que a veces nos dará un suave masaje cardiaco y otras veces hará falta un “electro-shock,” pero el corazón puede volver a funcionar correctamente.
Las riquezas mal poseídas son como el colesterol, que van impidiendo que el caudal del amor de Dios entre en nuestra vida en toda su plenitud. El que vive pobremente tiene más capacidad de atesorar la verdadera riqueza, el amor de Dios, y así “será un árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa raíces; cuando llegue el estío no lo sentirá, su hoja estará verde; en año de sequía no se inquieta, no deja de dar fruto.”
Si en esta cuaresma descubres que tienes algún problema cardiaco-espiritual, no te inquietes pensando que ha llegado el fin, ni te vuelvas un hipocondríaco espiritual. Acude al médico de las almas, ponte humildemente en oración ante el Señor, prepárate una buena confesión y plantéate la vida con lo que realmente importa.
Santa María oía latir en su interior el corazón de Cristo que se formaba en sus entrañas. Nadie mejor que ella para indicarte cómo va tu ritmo espiritual.