Deuteronomio 4, 1. 5-9; Sal 147, 12-13. 15-16. 19-20; san Mateo 5, 17-19
Hay personas que sólo compran cuando hay rebajas. Eso lo impone la economía familiar y también una cierta cultura que busca las gangas en todo momento. Hace pocos días terminó esa cita anual que son las rebajas posnavideñas. Y la imagen nos viene como anillo al dedo para el evangelio de hoy. Jesús da una enseñanza que integra lo importante con las cosas pequeñas. No entra en contradicción ni cae en reduccionismos. Dice claramente que “pasarán el cielo y la tierra antes de que deje de cumplirse hasta la última letra o tilde de la ley”. Pero, al mismo tiempo, da una clave interpretativa: “No he venido a abolir, sino a dar plenitud”. De esta forma indicaba una manera de entender su enseñanza.
Porque el Evangelio no es moralista. San Pablo hubo de luchar contra los judaizantes que pretendían que los cristianos provenientes del paganismo cumplieran las leyes ceremoniales dadas por Moisés. La Iglesia entendió que aquello no procedía porque interesaba el cumplimiento de aquella ley que se encuentra en Cristo. Las antiguas ceremonias eran figura de la nueva ley, que según santo Tomás y muchos comentaristas, es el Espíritu Santo.
La misma ley moral, que Dios dio a Israel en el Sinaí, y que es de alcance universal alcanza una nueva profundidad con Jesús. Por eso san Agustín dice que no son aún la libertad, pero sí el inicio de la libertad. Ahora bien, ante esos mandamientos yo puedo comportarme restrictivamente, conformándome con lo mínimo, o intentando vivirlos en plenitud. Jesucristo nos orienta en el segundo sentido. Para comprenderlo bien es necesario recordar que los mandamientos no están para coartar la libertad del hombre sino para conducirlo a la plenitud. La felicidad, por consiguiente, será proporcionada al cumplimiento de los mismos. Pero ese cumplimiento no puede ser exterior sino que ser conducido desde dentro por el Espíritu Santo.
Erróneamente se ha considerado a veces que si la Iglesia tendría mayor éxito social si redujera su exigencia moral. Se piensa que eso atraería a más personas y que, además, estarían más contentas. Esa visión separa la moral de la felicidad o realización del hombre. Si la Iglesia tuviera como fin reunir a muchas personas sin importarles su bien el argumento sería satisfactorio. Pero su finalidad es otra: conducir a los hombres hacia Cristo para que alcancen la perfección. Como indica la primera lectura los preceptos se ordenan a la vida. De ahí la importancia de todos, incluso de los más pequeños e insignificantes. El cumplimiento de los preceptos nos va conformando con Dios. Esa es la obra del Espíritu Santo que opera por la gracia.
Por eso no debemos leer este evangelio como una amenaza, sino más bien como una invitación a ser exigentes en el amor a Dios intentando que ningún aspecto de nuestra vida escape a la ley de Cristo. Cuando Jesús señala que quien se salte uno solo de los preceptos menos importantes será el menos importante en el Reino de los Cielos, vincula nuestra plenitud al cumplimiento de la ley. El tiempo cuaresmal nos invita a la purificación y a una mayor exigencia porque, a veces sin darnos cuenta, rebajamos los niveles que Dios nos propone.