Ezequiel 47, 1-9. 12; Sal 45, 2-3. 5-6. 8-9 ; san Juan 5, 1-3. 5-16

El Evangelio de hoy tiene momentos de especial intensidad dramática. Jesús llega a una piscina y le pregunta a un paralítico “¿Quieres quedar sano?”. La respuesta a esta pregunta es evidente, porque ese hombre, que lleva treinta y ocho años enfermo se ha acercado a esa piscina con la esperanza de curarse. Pero la respuesta es terrible: “No tengo a nadie”. Aquel hombre no contaba con la ayuda de ningún semejante que supliera su invalidez y le acompañara a las aguas en el momento preciso. Estaba tumbado mientras las multitudes caminaban a su alrededor absolutamente indiferentes a su presencia.
Al leer este texto me viene a la imaginación el recuerdo de todos aquellos voluntarios que acompañan a los enfermos en Lourdes. Gracias a tanta gente generosa son muchos los enfermos que pueden bañarse en las piscinas del santuario. Con independencia de que se curen o no todos pueden comprobar el milagro de la caridad y de la fe.
Cuando repaso mi biografía recuerdo agradecido a aquellas personas que en momentos difíciles me ayudaron. Y especialmente recuerdo a los sacerdotes que fueron apoyos en momentos de dificultad espiritual. Muchos días, al celebrar la Misa, los menciono en el memento de difuntos: son unos cuantos y estoy agradecido a Dios por ello.
También ese es el motivo de que me interpele tanto este evangelio de hoy. “No tengo a nadie”. Es posible que a nuestro alrededor haya muchas personas en esa situación. Gente necesitada de afecto o sumida en una depresión, cuya vida sería diferente si tuvieran cerca una mano amiga; personas con dudas de fe o a punto de lanzar la toalla que se sentirían fuertes si encontraran una mirada que les diera consuelo; personas que titubean en su vocación sacerdotal o religiosa y que están básicamente solos.
Jesús se acercó a aquel hombre y le preguntó si quería curarse. Es posible que aquella persona no fuera capaz de pedir ayuda. Quizás lo había intentado alguna vez y sólo había cosechado rechazo. Pero Jesús se acercó a él. Aquí se nos enseña también a ir a buscar al que nos necesita. Este evangelio nos ayuda a entender por qué tantas personas dejaron su hogar, y aún hoy siguen haciéndolo, para irse a misionar a lugares lejanos. Nadie los llamó, son ellos quienes se adelantaron a preguntar si querían algo. Lo mismo podemos decir de esas hermanas religiosas que, en algunas grandes ciudades, salen cada noche a buscar a los que no tienen donde dormir o no han comido nada en todo el día. Ellos no las llamaron. Fueron ellas las que se avanzaron y quisieron saber si aquel hombre o mujer quería un techo o un bocadillo.
En el misterio de la Encarnación contemplamos cómo Dios viene a buscar al hombre herido para sanarlo de sus pecados. La Iglesia continúa esa misión redentora, pero no en abstracto. En la encíclica “Dios es amor”, Benedicto XVI ha recordado que la caridad cristiana supone siempre la respuesta a una situación concreta apremiante. Quienes necesitan nuestra ayuda, por lo general, no están lejos. A veces pienso, con cierto terror, qué pasará en el juicio final. Si se levantará alguien, con quien me he tropezado en mi vida, que pueda decir, “no tuve a nadie”. Por eso le pido al Señor que me enseñe a ver y también que me dé coraje para acercarme al que me necesita; al que está postrado, sea cual sea su deficiencia, material o espiritual, como Él me enseña.