27/1/2007, Sábado de la 3ª semana de Tiempo Ordinario
Hebreos 11, 1-2. 8-19; Lc 1, 69-70. 71-72. 73-75; san Marcos 4, 35-41

En la primera lectura de hoy escuchamos un fragmento de la carta a los Hebreos. Quizás porque a algunos les parece un texto difícil es una carta poco leída, pero muy importante. La verdad es que el texto de hoy pone los pelos de punta. Al igual que en el evangelio trata de la fe. Pero no se refiere a la fe intelectual, sino a esa fe que impregna y se hace una con la vida. Como dice san Pablo: “el justo vive de la fe”.

Aquí se habla de la fe que es seguridad. Queda, por tanto, muy lejos de esa especie de opinión en que algunos la han convertido. La fe es una certeza que nos mueve y por la que vivimos. Y en la carta se ponen unos cuantos ejemplos en los que se observa un dato común: aquella gente creyó y se pusieron en camino. Por la fe dejó Abraham su casa cumpliendo aquello que dice san Juan de la Cruz: “para ir dónde no sabes debes caminar por dónde no sabes”. Tuvo que vivir como extranjero y cuando se le concedió, ya anciano, un hijo, el Señor le pidió que lo sacrificara.

¡Qué lejos queda Abrahán de esos equilibrios a los que estamos acostumbrados! Nos va bien una fe de pose, pero creer significa poner toda la vida en manos de Dios e intentar cumplir su voluntad. Creer es arriesgar la propia libertad por obediencia a Dios, y eso sacrificando nuestra comodidad y yendo muchas veces donde no nos apetece ir. Y, en el mecanismo de la fe, tal como lo presenta la carta a los Hebreos, la esperanza siempre tiene un objeto. Toda la vida se sustenta sobre la fe. No se trata de un instante ni de unos momentos. Por eso se refiere a que la patria que habían de esperar era otra, celestial. Así siempre anduvieron en aquella oscuridad, en lo humano, pero con la certeza en un Dios que no engaña.

En este texto se nos alerta del peligro de compartimentar nuestra vida. Según dicho criterio, muy extendido en nuestro tiempo, ponemos una parte de nuestra vida en manos de Dios pero nos reservamos la gerencia del resto. De hecho acabamos poniendo en manos de Dios la complicado sucediendo así que en vez de cumplir nosotros su voluntad queremos que Él se ciña a la nuestra.

Le pedimos a Dios ayuda cuando estamos enfermos, buscamos trabajo o un amigo a perdido la fe. Todo eso está bien y hay que hacerlo. Así actúan los apóstoles en el Evangelio. Se acuerdan de Jesús cuando llega la tempestad. Pero, ¿le preguntamos qué espera de nosotros, cómo hemos de disponer de nuestro tiempo libre, si conviene cambiar de trabajo para evitar la tentación o qué hacer con nuestro dinero? ¿Le consultamos cómo educar a nuestros hijos o de qué manera colaborar con las obras de la Iglesia?

Pidamos a Dios, por intercesión de María, la mujer creyente, protectora y garante de nuestra fe, que nos ayude a ponernos totalmente en manos de Dios.