05/06/2007, Martes de la 9ª semana de Tiempo Ordinario
Tobit 2, 9-14, Sal 111, 1-2. 7-8.9, san Marcos 12, 13-17

Molière escribió una célebre obra de teatro titulada “Tartufo, el hipócrita”. Es divertida y describe bien el perfil del hipócrita. Sin embargo, las escenas que retratan con mayor precisión a ese personaje las hayamos en el Evangelio. Porque la hipocresía no es sólo la pose de un momento, ni la capacidad para simular o disimular; ni siquiera ese don de afectación con que muchas veces se reviste el que pretende aparentar lo que no es. Es algo más profundo que acaba convirtiéndose en vida. El hipócrita no vive tras una máscara sino que es su máscara, de la que al final le es imposible desprenderse.

Los fariseos y partidarios de Herodes, señala el Evangelio, quisieron cazar a Jesús con una trampa. Cualquier deseo de saber la verdad estaba fuera de su horizonte. Seguramente no les importaba para nada. Era una pregunta que se resolvía en el “estado actual”, en lo “políticamente correcto” del momento. Pero como Jesús distorsionaba sus proyectos y provocaba cierta inquietud, había que destruirlo. Lo intentan con una pregunta, que en verdad era una daga envenenada, pero la disfrazaron en forma de debate intelectual como si fuera un guante de seda.

La pregunta era inteligente, porque la maldad no está reñida con ciertas habilidades intelectuales. Esa inteligencia hacía la pregunta aún más perversa si cabe. Querían que Jesús incitara a la rebelión negándose a pagar impuestos o, en el menos grave de los casos, que justificara el dominio romano para poder presentarlo como enemigo del pueblo y colaboracionista. Pero la pregunta va más allá de ese contexto histórico y ha seguido planteándose a lo largo de los siglos. De hecho la respuesta de Jesús, “Lo que es del César pagádselo al César, y lo que es de Dios a Dios”, se cita para justificar posturas absolutamente antagónicas sin entrar en el meollo de la cuestión, que no es tan complicado.

Existe una autonomía del orden natural. Este no contradice que todas las cosas deban ordenarse a Dios. Pero sí que afirma que la realidad natural se rige por unas leyes propias. Esto sirve también para la comunidad política. Los impuestos de una ciudad no se deben estipular buscando en la Biblia, aunque la autoridad municipal si que debe buscar el bien común y no legislar en contra de la voluntad de Dios. Por lo mismo enseña la Iglesia que la ley en principio hay que obedecerla siempre, salvo cuando manda algo injusto, porque entonces no tiene carácter de ley.

Pretender una teocracia es peligrosísimo, principalmente porque esa forma política acaba sometiendo a Dios a la voluntad de los políticos; al mismo tiempo, un sistema que prescinda de toda referencia a unos valores superiores y niegue la objetividad de la verdad puede convertirse en el más totalitario de todos.

Jesús con su respuesta nos indica un camino. Está claro que a Dios siempre hay que darle lo que le corresponde y que servirle a Él es lo primero de todo. Ello no nos priva de nuestras responsabilidades concretas en la vida social y política. Es cierto que las circunstancias varían mucho y hay que estar atento a todas ellas. Lo que no puede hacerse es oponer, de entrada, ambos como absolutamente antagónicos. Entre otras cosas porque es Dios quien ha creado al hombre y lo ha hecho social por naturaleza y, por tanto, necesitado de una organización y de una autoridad para cumplir su cometido en la tierra.