2Cor 1, 18-22; Sal 118; Mt 5, 13-16
En español, la palabra «sal» ha adquirido una expresividad que quizá no tenga en ningún otro idioma. Porque, además de designar ese condimento que sazona nuestras comidas y nos pone la tensión por las nubes, la empleamos para referirnos a esa cualidad del carácter que lo hace agradable a los demás. Una persona «salada» no es, obviamente, un enfermo de hipertensión, sino alguien con quien «da gusto estar» porque te hace sonreír; porque tiene un sentido del humor sano; porque guarda una buena cara para cada racha de mal tiempo; porque le miras, le escuchas, y sientes un cosquilleo de alegría… Y, sin embargo, la persona salada no es, como podría parecer, la que tiene «sal». A la cualidad que atesora este tipo de personas se la llama, más bien, «salero». Es como decir que sal tienen muchos; pero un buen salero para espolvorearla es privilegio de unos pocos, los «salados», o, en cañí, los «salaos». La siguiente pirueta lingüística consistirá en llamarles «salerosos», es decir, gente con «salero». Y, por último, lo contrario de una persona «salerosa» es un «soso», «sosainas», «cafre», «petardo», «cazo», «plasta», «pesado»… (¿sigo?)
Quizá a algunos -que son poco «salerosos»- les resulten inútiles estas disquisiciones.
Pero cada vez que, recorriendo el Sermón de la Montaña, leo «vosotros sois la sal de la tierra», se me antoja que el Señor nos está pidiendo «salero». Por favor, que nadie me escriba diciendo que Jesús hablaba en arameo y era completamente ajeno a estos devaneos de la España cañí… Ya lo sé. Pero la misma sal que inspiró a Jesús aquella imagen nos ha inspirado a nosotros ésta; por algo será.
Al grano: no basta «tener sal», saber rezar, conocer la doctrina, creer… Todo eso es necesario, desde luego, pero «si la sal se vuelve sosa…» Además hay que tener «salero».
Un cristiano debería ser alguien con quien «diera gusto» estar; una persona agradable, optimista, sonriente, llena de un sano y sobrenatural sentido del humor que alegrara a cuantos se acercaran a él aún antes de pronunciar el nombre de Cristo. Los hombres reciben el anuncio de Jesús más fácilmente si viene de labios de alguien «salao» que si viene de un «soso», de un temperamento «avinagrado» y rancio, que siempre parece estar sumido en una seriedad antipática. No es una cuestión de segundo orden, porque los santos han sido siempre personas muy simpáticas, que han hecho las delicias de quienes se acercaron a ellos. Así fue Santa Teresa; así fue San Francisco de Sales… Eran dos «salaos» de calibre superior, y despertaron tantas risas como lágrimas e iras…
Sí; hoy le voy a pedir a la Santísima Virgen un salero; un salero divino que espolvoree sonrisas por toda la faz de la tierra, para que el nombre de Cristo sea pronunciado en voz muy alta por apóstoles muy alegres, muy valientes, y muy «salados».