Is 61, 9-11; Is 2; Lc 2, 41-51
Los corazones de los hombres son espacios siempre limitados, con las puertas más o menos grandes, un aforo más o menos generoso, y unos habitantes habitualmente exóticos. En algunos no puedes entrar por mucho que llames, ya sea porque, al llegar, te dan con el cartel de «completo» en las narices, ya sea porque, aunque aporrees la puerta, Vilma nunca te abre, y te deja pasar la noche al raso, como a Pedro Picapiedra. Otros tienen la puerta muy estrecha, y para entrar tienes que hacer unos esfuerzos ímprobos por dejar fuera la mitad de ti mismo; los hay con el umbral bajísimo, y si quieres aposentarte en ellos debes agacharte primero hasta lo inimaginable. Una vez dentro, los corazones humanos son curiosamente diversos. He conocido corazones como un ascensor: sólo cabíamos cinco, e íbamos apretadísimos. Te dicen que deberías sentirte muy privilegiado, por ser de los «cinco escogidos», pero la sensación que experimentas es más bien de agobio y de un cierto tufillo a cerrado. Otros parecen el camarote de los Hermanos Marx: muchísima gente en un espacio reducido, y la sensación de estar compartiendo la intimidad de «uno» con catorce o quince. También los hay como un campo de fútbol: caben cientos de miles de personas, y uno se pierde entre las pancartas; te sientes «multitud», y dudas de si el dueño del estadio conocerá tu nombre.
Si habláramos sobre lo que uno puede encontrarse dentro, podríamos no terminar nunca. Los corazones de los hombres están llenos de cosas, y en ellos cabe lo más sublime tanto como lo más sucio. A veces encuentras cachivaches inservibles levantados sobre una peana, mientras las joyas de la abuela están desperdigadas por el suelo, como si fueran basura. Es frecuente topar con desconchones, grietas abiertas a golpe de martillo, agujeros de retratos antiguos que fueron descolgados en un desengaño, pero que han estampado su huella para siempre… ¿Para qué seguir? Mire cada uno su propio corazón, y sorpréndase.
Sin embargo, el Corazón de María es una pequeña capilla. Aunque las puertas están abiertas de par en par, día y noche, sorprende el silencio que reina en Él. A nadie se le impide la entrada; pero, una vez dentro, algo te impulsa a caer de rodillas. Puedes pensar que son millones los hijos de la Virgen, y que debieras sentirte ahogado por una multitud… Sin embargo, la sensación que se experimenta al cruzar la puerta es la de ser el único hermano de Jesús. Allí dentro no estáis más que Cristo y tú, sumidos en un silencio sagrado que es como una caricia. No sé cómo lo hace, pero el Corazón de María es siempre intimidad. Todo está limpio, cada cosa en su sitio, y sobre el altar no está más que Dios. Si ni una mota de polvo ha entrado en esa capilla, el motivo no es que las puertas estuvieran cerradas; no, allí no huele a cerrado. El verdadero motivo de que allí no haya entrado la más pequeña mancha es que no cabía, porque, para el pecado, el aforo estaba completo: «Su madre conservaba todo esto en su corazón»… No hay sitio para más. Sólo Dios; sólo Cristo… y yo. Cristo… y tú.