Hch 12, 1-11; Sal 33; Tim 4, 6-8.17-18; Mt 16, 13-19
«Edificar la Iglesia»… lema que arranca de las cartas de San Pedro, y lo recuperó el Señor cuando le dijo a Francisco de Asís: «Francisco, repara mi Iglesia, que se me desmorona».
El desastre viene luego: cuando el lema petrino lo interpretamos según el lenguaje de nuestro siglo: edificar una institución, hoy, significa reunirse, discutir, consensuar, agrupar muchas personas en torno a una mesa durante mucho tiempo y llegar a acuerdos para, después, publicitar y vender… La traducción «eclesial» de esta concepción es desastrosa hasta en su aspecto: reuniones interminables celebradas en salones mal ventilados, en torno a sillas de colegio y muebles de segunda mano; paredes plagadas de posters, y planes, muchos planes que nunca se cumplen ni falta que hace… Si sigo traduciendo, el resultado me lleva a las catacumbas: la iglesia mejor edificada, la más sólida, es aquella en que sus miembros pasan más tiempo entre cuatro paredes: se alcanza el grado heroico de compromiso cuando se soporta una reunión de tres horas… Y, mientras tanto, las almas perdiéndose en el bar, en la empresa… ¡En la calle!
Hoy se nos invita a mirar a las dos columnas de la Iglesia: Pedro y Pablo, quienes apenas se encontraron (dos veces, que nos conste)… Pero los cabellos les olían a viento, al viento de Pentecostés. Edificaron la Iglesia en la calle, en las plazas, en las azoteas… En el martirio. La iglesia no es un Banco, ni una multinacional; la Iglesia se edifica con santos, la Iglesia se edifica en la calle. Su piedra angular, Jesucristo, no tenía dónde reclinar la cabeza, y pasó su vida al raso. Madre de la Iglesia, Reina de los apóstoles: danos santos, danos mártires, y, por favor… no permitas entrar al carpintero que quiere reparar aquella puerta que Pedro rompió en Pentecostés.