Zac 8, 1-8; Sal 101; Lc 9, 46-50
«El que acoge a este niño en mi nombre me acoge a mí;»… Anoche me acosté tarde («El dilema», de Al Pacino y Rusell Crowe, tuvo la culpa -¡Gran película, que no ha conseguido que deje de fumar!-). Durante diez minutos (gracias a Dios, no tardo más en dormirme), escuché uno de esos programas nocturnos de la radio. Hablaba una diputada del partido que nos gobierna, y tenía la osadía de decir: «nuestro trabajo conlleva la satisfacción de saber que estás realizando un servicio en favor de los demás»… Y, pensaba yo, casi medio dormido de aburrimiento: «¡Hipócrita! ¡Quieres decir de los «demás nacidos»… y no todos! Porque habéis aprobado la «píldora del día después», y con ello habéis puesto en manos de mujeres incautas un arma para que maten a sus hijos. Esos «demás», precisamente los más indefensos, no os importan absolutamente nada. ¿Tardarás tú también en dormirte diez minutos, como tardo yo mientras me aburro contigo? ¿No te despierta por las noches el llanto de miles de niños? Temo, más que ninguna otra cosa, que durmáis tranquilos. Temo que hayáis perdido la conciencia. Temo que mi país esté en manos de unos desalmados».
Dejé de prestar atención. Resonaban en mi alma, como el crepitar de un fuego divino, las palabras del evangelio que encabezan estas líneas. «¿Por qué tenéis miedo a concebir? ¿Por qué consideráis al hijito de Dios que puede morar en vuestro vientre como un intruso que viniera a destrozaros la vida? ¿Por qué, el otro día, escuché las maldiciones de una madre a quien la farmaceútica comunicaba que la prueba del embarazo había dado positivo? ¿Por qué tanto miedo a los hijos y tan poco miedo al pecado? ¿Por qué tanta precaución a la hora de concebir a los cuarenta, si vuestras madres os concibieron a los cincuenta?».
Recordaba palabras de despecho: «¡Ahí le quería yo ver a usted padre, en el paritorio! ¡Qué fácil les resulta a los curas decirnos eso, mientras ellos no se casan ni tienen hijos!». Y, casi dormido, sin querer respondía: «¡Qué sabrás tú lo que significa abrir los brazos y que te traspasen los hombres con sus pecados! ¡Qué sabrás tú lo que significa llegar a casa y escuchar en el alma el eco de tantos sufrimientos! ¡Qué sabrás tú lo que significa dar a luz todos los días, entre grandes dolores, hijos del espíritu! ¡Qué sabrás tú lo que supone estar pendiente de cincuenta, sesenta, setenta almas que sufren, sin perder la tensión ni el amor!»… De haber estado despierto, hubiera pecado de soberbia. Pero, como estaba medio dormido, no me he confesado de ello.
Como si una corriente de paz me atrapase, llegó el pensamiento de los Morillo, los Villalón, los Barón Argos, los Jiménez Fontenla, los Martín Maroto, los Barreiro Gallego… Diez, ocho, siete, seis, cuatro hijos y felices, encantados de vivir con Dios y con sus niños. Aquella paz me inundó. Apagué la radio (¡aún encendida!) y comencé: «primer misterio… Dios te salve, María… el Fruto de tu Vientre»… No recuerdo más.