… el ser agradecidos, o al menos eso afirma el refranero. Jesús lo sabe bien, sabe a qué gran precio hemos sido comprados y quién es nuestro Padre del cielo. Por eso, Jesús, que no suele quejarse ni cuando le flagelan, ni cuando le crucifican, ni cuando no le escuchan, ni tampoco cuando es malinterpretado, deja escapar en el Evangelio de hoy un tono de queja: «¿No han quedado limpios los diez?; los otros nueve, ¿dónde están? ¿No ha vuelto más que este extranjero para dar gloria a Dios?»

Ser agradecidos con Dios, ¡qué importante es!. A veces creemos que tenemos que ser agradecidos con Dios cuando cumple nuestros deseos y peticiones, sin embargo no nos paramos a pensar la cantidad de dones y gracias que Dios nos da cada día. A veces nos acercamos a la confesión diciendo: “Jesús, maestro, ten compasión de nosotros.” Y cuando quedamos limpios de nuestro pecado y de nuestra miseria, por la misericordia de Dios, se nos olvida darle gracias a Dios, renovar nuestra vida cristiana, volvernos al Sagrario para decirle: Señor, gracias por todo. Si fuese algo complicadísimo tal vez estaríamos dispuestos a hacerlo, y demostrárselo así al mundo. Pero el vivir día a día delante de Dios, agradeciéndole todas las cosas, no tiene nada de espectacular. Como Naamán, el sirio, le costó bajarse a bañar al Jordán, pero al descubrir el don de Dios, que hace maravillas con las cosas cotidianas, se propone no alabar a otro Dios que el Dios de Israel. Y Dios no nos pide cosas complicadas ni absurdas, simplemente nos pide que nuestra vida sea una alabanza continua a Dios en las cosas sencillas y cotidianas. Podemos agradecer a Dios sus dones siendo buenos trabajadores o estudiantes, buenos padres de familia o buenos hermanos e hijos, siendo amables con los demás y dedicándole cada día unos ratos a Dios nuestro Padre. No le dediquemos a Dios momentos sueltos, ratos libres en los que no sabemos qué hacer. Eso no es ser agradecidos, eso es tratar a Dios como un estorbo. El samaritano leproso tendría ganas de ir a presentarse a su familia, a sus amigos y darles la buena noticia de que estaba curado. Era normal, volvía ser un ciudadano de plenos derechos después de un tiempo apartado de todo y de todos. Tal vez fuese eso lo que hicieron los otros nueve, correr a decírselo a sus amigos y celebrarlo con ellos. Pero el samaritano se acuerda de quién le había curado y, lo primero que hace, es volver alabando a Dios. No piensa “ya le buscaré más tarde” “ya iré luego a agradecérselo” Lo primero es volverse a Jesús. Ojalá fuesen así nuestro días, cada mañana, al descubrir un nuevo día, ir hacia el Señor, dedicarle un buen rato para que luego esté presente en toda nuestra jornada.

La Virgen María no puede sino alabar a Dios proclamando el Magníficat pues se da cuenta de las maravillas de Dios con los hombres. Pidámosle a ella que nos ayude a tener un alma siempre agradecida.