Vivimos en una sociedad muy calculadora. Casi podríamos decir que el economicismo lo ha invadido todo. El capitalismo popular ha llevado a muchas familias a invertir en acciones y cada día nos desayunamos con el índice bursátil y el cambio euro-dólar. Igualmente, tenemos que calcular cómo afrontar las hipotecas y, muchas veces, los equilibrios nos llevan a tener que organizar los gastos de todo el mes para poder subsistir sin sustos. Lo calculamos todos y esa mentalidad se traslada al campo de las relaciones personales, en el que las amistades se transforman en inversiones o la manera de saludar en oportunidades de futuro.

Pero no sabemos calcular el valor de nuestros días ni prevemos con la suficiente inteligencia el destino de nuestra vida. De ello trata la enseñanza que Jesús nos trae en el Evangelio de hoy. Pensar en la vida eterna parece trasnochado. Pero es a la vida eterna a lo que todos tendemos y hacia dónde nos movemos con nuestras acciones cotidianas. Normalmente la vemos tan lejana que pensamos que no importa nuestro comportamiento actual. Pero, de hecho, vivimos el día a día según la perspectiva de eternidad que tenemos. Elegimos en cada instante, de alguna manera, porque queremos anticipar esa eternidad y, por eso, en cada elección, definimos la eternidad que deseamos.

Uno de los mayores enemigos de la auténtica felicidad es el dinero. Por eso hoy el Señor nos previene sobre la codicia. El dinero se pega y, cuando uno se aficiona, cada día desea más. Fácilmente la riqueza anula otros deseos de nuestro corazón. Enamorarse del dinero equivale a desplazar muchos otros intereses de nuestro corazón. Incluso puede llegar a convertirse en una obsesión. Conozco personas que, cuando ven que se apegan demasiado a las riquezas hacen actos heroicos de desprendimiento y entregan gran parte de lo que tienen a la caridad o a obras de la Iglesia. Intentan, de esa manera, que el amor al dinero no se superponga a su amor a Dios.

Meditando sobre este Evangelio caigo en la cuenta de que, en el momento de mi muerte, no me importará mucho si he ganado más o menos. En ese momento querré saber si he amado cómo Jesús me ha enseñado y si, de esa manera, he ganado mi vida. La imagen de una inmensa fortuna (o no tan grande) que va a quedar abandonada mientras yo me pierdo por no haber sabido elegir lo más conveniente, me perturba. Esto se puede afirmar de la riqueza y de tantas otras cosas a las que nos aficionamos desordenadamente. Pero hoy Jesús habla de la codicia y, no cabe duda, de que ahí nos duele bastante. Por todas partes se respira esa mentalidad crematística en la que te valoran por tu sueldo o te felicitan en función de lo que ganas. Y esas ideas, tan difundidas y que equiparan dinero a felicidad, también se filtran en nuestra manera de pensar. Jesús nos advierte.

Que María nos ayude a cuidar nuestro corazón para que no dejemos de desear la felicidad que Dios quiere regalarnos. Que teniendo los ojos fijos en las riquezas celestiales aprendamos a usar las terrenas.