Ya han comenzado las lluvias y las goteras en la solución habitacional parroquial están en auge. No sé qué me encontraré cuando abra esta mañana. Entre la lluvia y las temperaturas que van bajando se está convirtiendo en un acto heroico el venir a Misa (exagerando un poco, hay gente que lo pasan muchísimo peor que nosotros). Hacia estas fechas se cumple un año desde que me mandaron a esta nueva parroquia y el balance es muy positivo, excepto en los temas relacionados con la construcción. He recibido cientos de palabras; de aliento, de desesperación, de amenaza, promesas incumplidas, plazos que no se cumplen, palmaditas en la espalda y patadas en el trasero. Todas esas palabras me dan igual, sólo espero la última, la posibilidad de empezar en un sitio mínimamente decente, es decir, que se pueda construir. Las palabras intermedias sólo son un acicate o un escollo para el resultado final, pero se olvidarán pronto.
«Dichosos los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Dichosos los que ahora tenéis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos los que ahora lloráis, porque reiréis. Dichosos vosotros, cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten, y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas. Pero, ¡ay de vosotros, los ricos!, porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de los que ahora reís!, porque haréis duelo y lloraréis. ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que hacían vuestros padres con los falsos profetas.» Nunca está de más releer las Bienaventuranzas. De todas las palabras que oigamos en nuestra vida la más importante, la única que cuenta, será la que el Señor diga sobre nuestra vida: una bendición o un lamento. La madre Teresa cuenta en sus cartas como no le influían en su vida los premios que recibía y fueron muchos y muy importantes. Pero la única palabra que le interesaba era la de Jesús, y la añoraba tanto tras largos años de silencio que las demás palabras le parecían vacías.
¡Cuántas veces buscamos el aplauso o la aprobación del mundo y ponemos en juego nuestra alma! Por “agradar” muchos cristianos ocultan su condición, rechazan a Dios aunque sea durante un rato y se olvidan de su condición de hijos de Dios. No nos damos cuenta que esas palabras son vacías, se deshacen en el aire y duran menos que nada, pues la única palabra llena de eternidad es la de Dios. “Digo esto, hermanos: que el momento es apremiante.” San Pablo no tiene dudas. La palabra de Dios en mi vida la escucho ahora, en este momento, ahora es cuando decido si quiero seguir al Señor o no. El problema de la entrega no es el celibato, es escuchar la voz de Dios. Los que discuten mucho escuchan poco. No nos dediquemos nosotros a justificar razonamientos propios, sino a poner en práctica lo que Dios nos pide en su Iglesia.
María sabía escuchar, sabe cuál es la única palabra que tiene que escuchar y por eso su vida es una bendición. Unámonos a ella y llegaremos a la bienaventuranza.