Además de la parroquia y ser capellán de un par de centros de menores, me avisan de las urgencias de dos hospitales que están en la demarcación de mi parroquia. No son hospitales con esas urgencias que se ven en las películas. Son enfermos de larga estancia, casi todos mayores y casi todos bastante enfermos. Ayer, después de comer, me llamaron para dar la unción a un anciano que murió enseguida. La mujer, ya viuda, se acercó con delicadeza a darle un beso a su marido; el nieto, ya mayorcito, lloraba. No creo que las reacciones ante la muerte indiquen mayor o menos cariño, cada uno podemos reaccionar como queramos o nos salga en ese momento, pero es cierto -en la mayoría de los casos-, las mujeres son más fuertes. Apliqué la Misa de la tarde por el difunto y su familia, y me he acordado de ellos al escribir este comentario.
Ayer contemplábamos la cruz, queríamos mirar a Cristo en la cruz esta semana de una manera especial. Pero mirar solo la cruz puede crear rechazo. Pedro, Santiago, Felipe, Bartolomé, Tomás …, el resto de los apóstoles no era que no quisieran al Señor, que se convirtieran de pronto en unos traidores, pero se escandalizaron de la cruz, les creó rechazó, les espantó. Sólo Juan supo dónde tenía que estar, junto a María y, por ello, junto al Señor.
“En aquel tiempo, junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y cerca al discípulo que tanto quería, dijo a su madre: -«Mujer, ahí tienes a tu hijo.» Luego, dijo al discípulo: -«Ahí tienes a tu madre.» Y desde aquella hora, el discípulo la recibió en su casa.” El Evangelio de hoy es breve e intenso. Para cambiar la mirada que dirigimos a la cruz hay que aferrarse a la mujer, a la madre, a María. Con nuestra Madre se ve a Cristo en la cruz como “autor de salvación eterna.” Se descubre que la muerte no es el final, que la enfermedad nos une a la Pasión gloriosa de Cristo, que el desgastarse por amor a los demás en la familia, en el trabajo, tiene un valor que se une a la redención de Cristo.
Mirar la cruz sin estar cerca de María nos llevará al rechazo o a pensar en nosotros mismos, a intentar esquivarla y dejarla lo más lejos posible. No es nada infrecuente que huyamos de la cruz, además es lo que haríamos todos si sólo descubrimos en ella una carga, un sufrimiento, una muerte. Pero con María, aún descubriendo la crudeza de la cruz y lo espantoso de nuestros pecados, descubrimos la fortaleza de la fe, nuestra mirada, como la suya, estará preñada de esperanza y se volverá hacia los demás llena de caridad. Tal vez no lleguemos a entender la cruz, incluso tengamos ganas de rebelarnos ante nuestras cruces, pero cuando intentemos darles la espalda encontraremos la mano de María que nos agarra, con los ojos anegados en lágrimas nos sonríe y, señalando a su Hijo, nos dirá en voz baja: “Ahí está la vida.”
Nuestra Señora, la Virgen de los Dolores, que no los huye sino que los asume y los pone en los brazos abiertos de Jesucristo. Su dolor es un dolor como de parto, de dar a luz en su nueva maternidad de toda la humanidad, a cada uno de nosotros , con nuestros pecados, nuestras flaquezas y nuestras traiciones. Pero con ella miraremos a la cruz con otros ojos y de nuestra cobardía nacerá la valentía del Espíritu Santo. No la dejemos sola que Ella no nos abandona.