Prov 30, 5-9; Sal 118; Lc 1, 1-6

El Señor envía a sus apóstoles como un ejército de pobres y limosneros: sin comida, sin dinero, sin techo, apenas sin ropa… Todo lo tendrán que mendigar de la caridad de los hombres. Sin embargo, a la hora de predicar el evangelio, deberán hacerlo con la cabeza tan alta que cualquiera podría pensar en un ataque de soberbia: «Y si alguien no os recibe, al salir de aquel pueblo sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa».

Esos pobrecitos, cuando tienen en los labios la Palabra de Dios, se comportan como príncipes celestes. Hay que ponerse a su altura, o quedar definitivamente fuera. No se admiten bromas de ningún tipo.
Jesús pasó por este mundo como un mendigo que no tenía dónde reclinar la cabeza.

Pero, a la hora de predicar la Buena Noticia, se cambiaban las tornas y eran los hombres los mendigos. El Señor se quedaba fuera de las ciudades, y quienes quisieran escuchar la Palabra debían salir a recibirla de sus labios. Jamás pidió permiso para hablar, jamás obligó a nadie a permanecer sentado durante el sermón, jamás mendigó una cátedra para hacerse oír.

El tesoro del evangelio es demasiado valioso como para pedir por favor que nos escuchen. El marketing de los vendedores de crecepelo y de los seguros a domicilio, aplicado a la Buena Noticia, me espanta, porque supone desprestigiar la Palabra de Dios. Nosotros no vendemos nada; regalamos Vida Eterna. Y la Vida Eterna no se regala como se echa el alpiste a las gallinas. El evangelio se anuncia con veneración y cariño, como quien muestra el más valioso de sus tesoros; y debe ser recibido con la misma veneración y el mismo cariño con que se pronuncia. Desprestigia el evangelio quien lo proclama como si estuviera pidiendo perdón por decir cosas molestas; quien lo anuncia con miedo, situando por delante el «yo opino…» o «a mí me parece…»; quien se avergüenza y lo calla; quien lo destila para que no moleste y ofrece una versión «descafeinada»; quien lo disfraza y te invita a una conferencia o a un partido de fútbol para después llevarte a misa «a traición»… Somos, sí, muy pobres. Somos barro. Pero llevamos encima un diamante, y ese diamante tiene que brillar porque es de Dios. Yo me río de las falsas humildades, y no tengo el menor reparo en deciros que las cosas que escribo en esta página son muy buenas. Lo digo sin rubor porque no son mías, y lo digo con pasión porque estoy enamorado de ellas. Estarán mejor o peor escritas, pero son realidades valiosas y eternas que deben ser leídas como son proclamadas: con veneración. Quien quiera escucharlo, aquí lo tiene. No lo vendo, lo regalo. Y quien no quiera escucharlo… ¡Peor para él! Suena como si fuera orgullo, ¿verdad?

Lo es. Estoy orgulloso del evangelio, y espero que lo estéis también vosotros. Es el mismo evangelio que María llevó en su vientre. Cuando los hombres no quisieron acogerlo, lo alumbró en un establo, y aquel establo quedó santificado como un templo.

Sé que María estuvo orgullosa de su Hijo, y por eso le pediré, para nosotros, ese santo orgullo de quien va por el mundo regalando Vida Eterna.