Flp 2,1-4; Sal 130 y Lc 14,12-14

La carta a los filipenses es una de las siete que todos aceptan como salidas de la mano misma de Pablo. Algunos —a todo se llega, todo alcanza a decirse—, consideran hoy que esta, y las otras con ella, no son sino escritos episódicos, de circunstancias. Verdad es que tanto esta como las otras tienen muy marcada la circunstancia y las personas a las que se dirigen; excepto Romanos, carta de presentación a una comunidad que no conoce, las otras las dirige a rostros perfectamente conocidos, a personas con las que ha tenido íntimo trato, ganados a Cristo por su predicación y gobierno. Es verdad, sin embargo, que las comunidades cristianas antiguas, la Iglesia entera, las aceptó en el seno del Nuevo Testamento como escritos canónicos, pues entendieron que en ellas lo que se decía a una comunidad paulina particular, se decía a todas, se enseñaba a la Iglesia entera, para su bien, para alumbrar el cómo del seguimiento de Jesús, mediante fruto mismo del Espíritu Santo; por donde se nos ofrecía en ellas la palabra viva del Viviente. Lo que nació como enseñanza y reconvención particular de Pablo a las gentes que él amaba con desafuero, sus hijos queridos, tiene valor inmenso también para nosotros. Lo que en la intención de Pablo era para unos, es para todos en la intención del Espíritu.

Filipos era ciudad imperial. Se gobernaba por delegación del emperador mismo. No tenían reyes ni gobernadores sobre ellos. No eran ciudades con sus particularidades. Por ello se pavoneaban de su cercanía con el emperador. Sus ciudadanos eran grandes, mayores que los de las otras ciudades corrientes. Amigos del César. Seguramente no tenía siquiera sinagoga, reuniéndose en praderas junto al río.

Asombra ver a Pablo la de veces que tiene que escribir a los suyos, que habían nacido a la fe del Evangelio por su predicación, que le conocen en la más extrema cercanía, porque, una vez que se va hacia otros lugares para proseguir su apostolado, comienzan problemas y divisiones. Siempre ha sido así; desde el mismo comienzo. Manteneos unánimes y concordes en un mismo amor y un mismo sentir. A eso ha llegado su comunidad querida, a la que él mismo enseñó. Divisiones. Peleas. Desazones. Se lo pide casi desde la melancolía de la más grande pena. Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor. Porque, en la lejanía, Pablo está confuso ante el descuajeringarse de la comunidad que él constituyó y dejó pujante en su fe en Cristo Jesús. Envidias, ostentación. Intereses en los que se encierran, desentendiéndose de los demás, de sus hermanos mismos. En las cenas (eucarísticas) invitaban de seguro a los suyos, “a los nuestros”, a los amigos y hermanos, a los vecinos ricos. A quienes podían devolverles los intereses de su acción. ¿Y los pobres y lisiados y cojos y ciegos? Esos no pueden pagar de vuelta la invitación. No interesan. Nada aportan. No nos sirven.

Si tenéis entrañas compasivas, nos dice Pablo, no obréis así. No os encerréis en vuestros intereses. Buscad el interés de los demás. Así tendremos la dicha bienaventurada de que, al no poder pagarnos de vuelta de lo que hicimos por ellos buscando nuestro interés, ellos mismos nos pagarán cuando resuciten los justos. ¿Cómo será así? ¿Ellos? Sí, ellos, pobres malheridos, humildes que buscan al Señor. El Señor escucha a sus pobres; buscan al Señor y por eso, aunque parezca pura insensatez, el Señor los escucha.