Tit 2, 1-8. 11-14; Sal 32; Lc 17, 7-10

Voy a volver sobre «Operación Triunfo»… Lo tengo por un signo de los tiempos, y me gustaría renombrarlo como «Operación aceite» para hacer honor a esa filosofía cuyo único objetivo es quedar por encima del resto. Sin saberlo ellos, al caerse de una escalera hicieron la mejor parábola sobre sí mismos. OT no es sino eso, una escalera, un intento de ascender hasta ese lugar donde uno comienza a cosechar aplausos. Una vez encaramado en semejante pedestal, quien hasta entonces era un personaje anónimo puede permitirse el lujo de experimentar lo que se siente al ser admirado por los hombres. En lo alto de esa escalera está el Olimpo. Quienes lo habitan, generación tras generación, o bien son dioses o bien son héroes… Primero fueron Zeus y Júpiter, y después fueron el Cid Campeador o Agustina de Aragón. Hoy se llaman Ronaldo, Bisbal, Rosa, Alejandro Sanz, Penélope Cruz, Antonio Banderas… Cuando lo habitaban Zeus y Júpiter, desde el Olimpo caían truenos sobre la tierra. En época del Cid o de Agustina de Aragón, llovían espadazos. Hoy lo que cae desde el Olimpo sobre la Tierra son autógrafos y camisetas firmadas. El Olimpo es para la élite. Quienes lo habitan son admirados, pero pocos se atreven a imitarlos. Algunos hay que lo intentan, pero saben que lo tienen difícil. Si fuera fácil subir al Olimpo, ya no sería el Olimpo sino una acera de la Gran Vía. He ahí su gracia. Su desgracia la comprobamos la semana pasada: esa escalera se cae. Si no, que se lo pregunten a Maradona.

Me aterra pensar que podamos haber confundido el santoral con OT, y la bienaventuranza eterna con el Olimpo. Lo peor que podemos hacer con los santos es admirarlos como quien contemplaba a Zidanne realizar virguerías con el balón. Al subir a los santos al Olimpo y lanzarnos a aplaudir rabiosamente sus hazañas, estamos esquivando con sutileza diabólica el deber que tenemos de imitarlos. Estamos dando por sentado que la santidad es para una élite, para cuatro o cinco superdotados que han alcanzado la cúspide… No cabe infligir a un santo una ofensa mayor. Yo no puedo -ni quiero- hacer con un balón con que hace Zidanne, pero tengo el deber de ser tan santo como San Francisco de Asís y la gracia necesaria para lograrlo. Los santos no quieren aplausos, los han rechazado durante su vida y los siguen rechazando desde el cielo, porque toda la justificación de su existencia está contenida en la frase que corona el evangelio de hoy: «Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer»… Los santos no se dan importancia a sí mismos, pero gritan al mundo que lo que ellos descubrieron y lograron está al alcance de cualquier hombre que ame a Dios. Si a ese grito respondemos con aplausos, los santos nos contestan: «¡Deja de aplaudir y ponte en marcha, que también tú eres un pobre siervo y tienes un deber que cumplir!».

El santoral no es OT, pero su escalera -la Cruz- no se caerá jamás. Que María, la Reina de los santos, nos enseñe a subir esos peldaños por los que todos -sin excepción- estamos llamados a ascender hasta Dios.