La primera lectura, tomada del libro del Apocalipsis, supone para todos nosotros una fuerte llamada a la conversión. Las cartas a las Iglesias se dirigen a personas cristianas. Aquí se mencionan algunas de las primeras y florecientes comunidades. Nosotros hoy, podemos reconocernos en cada una de las iglesias que cita el autor del Apocalipsis.
Si nos situamos en Sardes vemos que se nos dice “tienes nombre como de quien vive, pero estás muerto”. ¡Qué fácil reconocer que se nos está hablando de nuestro bautismo! Hemos sido redimidos por la sangre de Cristo y se nos ha infundido el Espíritu Santo, que vivifica. Se apela a aquel momento en que recibimos la palabra de Dios con entusiasmo porque reconocimos su poder salvador. El paso de los años y la rutina quizás enfrió aquel ardor primero. Por eso, sin darnos cuenta, sólo conservamos el nombre de vivos porque, en realidad, estamos muertos.
Si nos imaginamos en Laodicea escuchamos: “como estás tibio y no eres frío ni caliente, voy a escupirte de mi boca”. Por el contexto parece una llamada de atención a quienes creen que ya han sido demasiado buenos cristianos y se sienten ricos y con reservas. Viven en el engaño de una vida que consideran plena y que, sin embargo, está fracasada. Por eso añade: “aunque no lo sepas, eres desventurado y miserable, pobre, ciego y desnudo”. Claras referencias a una vida que se cree muy realizada y que, sin embargo, oculta un verdadero fracaso porque la caridad se ha enfriado. Se nos dibuja un cristianismo sin pasión, en el que la alegría por haber conocido a Jesucristo resucitado no tiene importancia. Se vive la salvación sin reconocer y agradecer la infinita misericordia de Dios para con nosotros.
Los textos son duros. Actúan como el bisturí del cirujano que ha de herir el cuerpo para extirpar un mal que está dentro. Por eso pueden parecernos palabras hirientes. Pero la herida que producen es sanadora. Si atendemos a lo que se nos señala vemos que son una invitación a la esperanza. Más que una denuncia es una invitación a la conversión. Por eso se dice: “A los que yo amo los reprendo y los corrijo. Sé ferviente y arrepiéntete”.
Cuando nos colocamos ante Dios reconocemos el gran bien que nos hacen estas amonestaciones. Nuestras mayores alegrías provienen de haber experimentado el amor de Dios en nuestra vida y de habernos dejado conducir por él. Miles de circunstancias, en la historia personal de cada uno, pueden haber ahogado esa iniciativa divina. Hoy el Señor nos invita a un amor renovado y le damos gracias por ello.
Que la Santísima Virgen María, siempre atenta a las mociones de la gracia, nos acompañe en este camino de conversión.