El Evangelio de hoy narra uno de esos encuentros con Jesús que no tienen más objeto que intentar hacerlo caer en una trampa. En este caso son los saduceos los que le preguntan. La historia que cuentan es tan irreal como absurda. Al final nos alegramos de que por fin se muera la mujer que ya ha enviudado siete veces. ¿Y qué pensar del suegro, que debía estar más que desesperado?
A veces cuando rezamos planteamos a Jesús cosas sin sentido. Es una manera de eludir lo importante. Es como la persona que sabe que ha de confesarse porque está en pecado y se pone a especular sobre el destino de los que no conocen a Cristo. Está muy bien la preocupación pero, en ese momento, es inoportuna. Son engaños que se meten en nuestra cabeza y que lo único que consiguen es apartarnos de lo esencial. Y encima nos parece que hacemos preguntas inteligentes.
Con todo a veces Jesús responde. Es que es muy bueno. ¡Qué paciencia la suya! Reconozco que cuando a mí me plantean una cuestión así de absurdo no hago ni caso. Pero Jesús es bondadoso y aprovecha la ocasión para instruir. Porque lo que estaba en cuestión es el tema de la resurrección.
Jesús anuncia que los muertos resucitan, así lo creían también los fariseos que por eso lo felicitan. Era una cuestión disputada entre fariseos y saduceos. Más adelanta san Pablo se aprovechará de ella para dividir al Sanedrín que lo juzgaba.
El Catecismo de la Iglesia recuerda que la resurrección no es la mera pervivencia del alma después de la muerte. La Iglesia enseña algo más y es que resucitaremos en la carne. Por la resurrección de Jesús Dios dará nuestros cuerpos una vida incorruptible. La muerte lo que hace es separar alma y cuerpo. En la resurrección volverán a unirse pero, entonces, ya no podrán morir. Es muy bonito pensar en la resurrección, porque todo lo corporal toma valor. Cuando Jesús asume la carne humana no lo hace como quien se pone el traje de trabajo y se lo quita al acabar la faena. Resucitó con la carne que había asumido en el seno de María Virgen. Y, resucitado, está con ella para siempre. La fe en la resurrección no señala también la bondad del mundo material. De ahí que, ya que este cuerpo ha de resucitar, lo valoremos en su justa medida. No sólo privándolo de lo malo sino también haciéndole gozar ordenadamente de lo bueno: la contemplación de la naturaleza, el abrazo de los esposos, una comida bien preparada, la visión de un cuadro o la suavidad de la lana… El catolicismo siempre ha subrayado los aspectos agradables del mundo que, por otra parte, dan noticia, aunque imperfecta, de la gloria de la resurrección.
Hoy mucha gente no cree en la resurrección de la carne. El Catecismo dice que “en ningún punto la fe cristiana encuentra más incomprensión que en la resurrección de la carne”. Es como si lo que sucede con nuestro cuerpo no tuviera nada que ver con la vida eterna. Así puedo usarlo de cualquier manera. Parece que lo único importante son las buenas intenciones, esas de las que está empedrado el infierno. Nosotros creemos en la resurrección, y por eso gozamos del mundo sin dejar que el mundo marchite nuestra alma. Y eso con la única medida que conocemos: apasionadamente, como nos enseña a amarlo Jesús. De hecho, cuando uno se adentra en la realidad con rectitud de intención, y no con esa doblez de que hacen gala los saduceos de hoy, se acaba encontrando con la verdad de Dios.