El otro día conversaba con un amigo sobre el valor de la ley natural. Esta, como es sabido, responde a lo que las cosas son y, observándolas, especialmente si consideramos lo que es el hombre, nos permite acertar en nuestras decisiones. La ley natural indica el designio de Dios en su creación. Pero, hablando de las dificultades que tenía para el hombre reconocer la existencia de esa ley fuimos a parar en qué hacía que un niño, o cualquiera de nosotros, obedeciera un mandato. Y llegamos a la conclusión, quizás no muy fundada filosóficamente, de que obedecíamos a las personas, y por ellas a lo que nos indicaban. Sólo el temor al castigo mueve a una obediencia ciega a la ley.

Pensaba en esto al leer el evangelio de hoy. Jesús, frente al legalismo de los fariseos, lleva las exigencias morales hasta su máxima expresión. Así, por ejemplo, nos manda que amemos a nuestros enemigos. Parece algo totalmente inasumible por cualquiera de nosotros. Porque a quien nos hace daño deseamos corresponderle de la misma manera. Sin embargo, ¿quién, contemplando a Cristo no descubre que lo que Él nos propone es lo que verdaderamente corresponde al deseo de nuestro corazón?

He encontrado un bello texto que me ha hecho profundizar en esa idea y que transcribo:

“Quien ama a todos se salvará, sin duda. Quien es amado por todos no se salvará por eso. Dios es amor. Quien se relacione con alguien sin amor, vende a Dios, vende su felicidad. Sólo se da felicidad amando. ¿Cuál es la belleza natural del alma? Amar a Dios. ¿Y cuánto? Con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas (Lc 10,27).

En el mismo orden de la belleza hay que poner el amor al prójimo. ¿Cuánto? Hasta la muerte. Si no lo haces, ¿quién sufrirá el daño? No Dios, sino quizás un poco el prójimo, pero tú serás quien sufra un daño enorme. De hecho, el ser privado de una belleza o perfección natural no es igualmente dañino a las criaturas. Si la rosa deja de tener su color natural o la azucena su aroma, el daño que yo recibiría sería de menor importancia aunque me gusten esas sensaciones; mas para la rosa y la azucena sería un daño terrible, porque se ven privadas de su propia y natural belleza” (Guido I, Meditaciones, II)

Cuando Jesús nos enseña hasta dónde debe y puede llegar nuestro corazón no nos carga un pesado fardo que haga más difícil nuestra vida. Por el contrario, nos muestra un camino para alcanzar la belleza para la que hemos sido creados. Sus palabras nos pueden parecer muy duras, pero contemplándole a Él, en quien se manifiesta la misericordia de Dios, percibimos en seguida su suavidad. La ley de Cristo nos conduce al corazón de Cristo y es en Él donde se hace más clara y accesible para nosotros. Desde su belleza comprendemos la belleza de todo lo que nos enseña y manda. Y también vislumbramos la belleza a la que estamos llamados y que no poseemos porque el pecado nos afea.

Que la Virgen María, cuyo corazón estuvo tan unido al de su Hijo nos ayude a escuchar las enseñanzas de Jesús y nos eduque para que seamos capaces de llevarlas a la práctica.