Ex 20,1-7; Sal 18; 1Co 1,22-25

Con estas palabras milagrosas comienza la oración colecta de este domingo. Tal es el principio y el fin de todo lo que somos. Tal es nuestro tiempo, impregnado de ella desde que nacemos hasta que morimos. ¿Es el decálogo un código de comportamiento? No, si nos hace vencernos, como acontece tantas veces, en la moralina; sí, cuando en ellos encontramos el desparramamiento en nuestra vida, en nuestra acción, en todo lo que somos, de la misericordia con la que nos trata el Señor. Porque sus palabras son de vida eterna. Su Palabra, con la que hizo cielos y tierra, vierte toda nuestra vida a esa que es la vida de Dios .

¿Por qué Dios, el Señor, es misericordioso con nosotros? ¿Es que nosotros tenemos el mérito de que él sea así con nosotros? Mírese cada uno a sí mismo en este tiempo de cuaresma. Mira también a la Iglesia en tantos de sus comportamientos. Y, sin ser dignos de esa misericordia, pues nuestro olvido de Dios y nuestra fragilidad son proverbiales, llevándonos con tanta facilidad al olvido del Señor, ¿por qué el sí? ¿Qué hemos hecho nosotros para que derrame tal cúmulo de gracia, absolutamente inmerecida, sobre nosotros? Pues también nosotros hemos convertido la casa de Dios en cueva de bandidos, de manera que Jesús debe sacarnos de ella a los puros latigazos. Nosotros, que somos templo del Espíritu, en donde este con voz desgarradora grita dentro, en nuestro interior, y con nuestra propia voz: Abba, Padre.

Misterio de corrupción y misterio de gracia. ¿Por qué tanto empeño en nosotros, tan poca cosa, carne seca, reblandecida? Asombra ese designio que se da en el Dios Uno y Trino, el de enviar en carne mortal al Hijo, para que se haga uno de nosotros, en todo igual a nosotros, excepto en el pecado. Igual en debilidades y también en fragilidad. ¿Qué vio Dios en nosotros para espiar el momento para hacerse uno de nosotros? Misterio asombroso de la encarnación. El Verbo de Dios se hace carne, y en ella vive durante treinta años una vida oscura, como lo es la nuestra. Y cuando proclama el reino de Dios, con palabras y con hechos, es acusado de blasfemo y depositado cruelmente en la cruz. ¿Por qué Dios, el que parecería el Impasible, aúna su misericordia con el sacrificio de la cruz? ¿Que?, ¿acaso pensaremos que el Padre y el Espíritu, mientras tanto, silbaban mirando hacia otro lado?

Predicamos a Cristo crucificado, nos dice el gran Pablo, escándalo para los judíos y necedad para los gentiles. ¿Cómo se concibe, pues, el misterio de la misericordia? Es obvio, si quien muere clavado en la cruz no es el Hijo del hombre, uno con quien es la segunda persona del Dios Uno y Trino, lo que decimos vivir es una paparruchada. ¿Me bastaría con que fuera un buen hombre, el mejor, quizá, porque Dios sabe escoger bien? Si así fuera, mi bondad debería ser pura mímesis de la suya: Jesús sería mi héroe, y querría ser como él. Mas, qué poco cambiaría mi ser esta mera imitación. Qué poco habría de durar. Necesito que cambie la enteridad de mi carne. Necesito a mi carne como la suya. No necesito mímesis, es decir, mera imitación, sino sacramentalidad.  Necesito que, tras la lanzada, del cuerpo muerto en la cruz salga sangre y agua, bautismo y eucaristía. Necesito la torrentera de la gracia. Necesito el sacrificio de la cruz en el que el Dios impasible grita de abandono y de dolor.