Jer 7,23-28; Sal 94; Lc 11,14-23

Si caminamos conforme al Señor, nos irá bien. Cuando escuchemos su voz, él será nuestro Dios, y nosotros seremos su pueblo; su Iglesia. Nada será así cuando caminemos por cuenta de nuestras propias ideas, según la maldad de nuestro corazón obstinado; entonces le daremos la espalda al Señor, no la frente. Ay, ojala escuchemos su voz, y no endurezcamos nuestro corazón. Qué fácil es separarnos de él. Apenas si nos hemos de dar cuenta. Comenzaremos a seguir nuestras ideas, caminaremos por las rutas que nosotros nos vayamos abriendo. ¡Qué es mejor! Andaremos según nuestros propios pasos, según nuestra propia bondad. De este modo creeremos mirarnos a nosotros mismos con ternura y misericordia. Y abriremos espacio para que un demonio venga a nuestra palabra, convirtiéndonos en mudos. Mudos de cara al Señor. Mudos de cara a la verdad que él nos dona. ¿Para qué la queremos?, ¿no nos basta con nuestra propia libertad? Seré yo quien escoja mis caminos, sin darme cuenta de que así abriré  en mí ese ámbito en el que, por el engaño, querré ser como Dios. El demonio, en este momento, verá las facilidades que le ofrezco y vendrá a mí para poseerme, dejándome mudo o ciego o paralítico o poseído. Estaremos ahora en una verdad encogida, construida a mi medida. Una verdad, así, que no lo es; canija en sí, relativa a mí.

El Señor Dios nuestro Padre nos dona una verdad en la que cabemos con toda la grande plenitud de lo que podemos ser, de lo que somos. Ser de carne, como Cristo Jesús encarnado, que en él, con él y por él, toca a Dios en la inmensa grandeza de su verdad. Los demonios en este ámbito, y en todos aquellos en los que se introducen, nos empequeñecen; son reductores de nuestra cabeza, como los jíbaros, que luego guardan cuidadosamente entre sus trofeos; mas también reductores de toda nuestra carne, de nuestra acción, de nuestros deseos, de nuestros amores, incluso de nuestros odios. La naturaleza de lo que somos se enteca a las meras objetividades de nuestras hermanas las galaxias y de nuestros hermanos los animales. Ya no vivimos en la inmensa realidad de nuestra verdadera naturaleza, la que el Creador nos ha donado en el a su imagen y semejanza, sino en la pequeña construcción a la que llegaremos en nuestro ser como dioses. En vez de carne de realidad, realidad que nos viene dada en su verdad total —plena y completa—, nos hemos convertido en habitantes de meras objetividades. Viviremos topografiando con nuestros sentidos el lugar en donde estamos, como los murciélagos. Pero ese lugar será ahora el ámbito de los demonios que nos han enmudecido, acegado y nos han arrojado a la camilla de los paralíticos. El grito que parecía de triunfo: seréis como dioses, se ha convertido para nosotros en cueva de oscuridades en la que todo quedó reducido a nuestra inmensa pequeñez.

Ante el poder de los demonios, que hace enmudecer, mientras devuelve la voz al mudo, nos enseña con el realismo de su verdad: El que no está conmigo, está contra mí; el que no recoge conmigo, desparrama. O habitantes ahora ya del cielo, porque vivimos en la plena realidad de su verdad. O animalejos encerrados en la pequeñez objetiva de su covachuela. En una, con la luz asombrosa de Dios que se nos dona en la cruz de Cristo. En la otra, en la racanez de nuestras plurales realidades objetivas, tan pequeñas, donde los demonios, como a meros animales, nos han reducido.