Oseas 14,2-10; Sal 80; Mc 12,28b-34;

Una y otra vez con la misma matraca, parece que uno se jarta ya. ¿Qué es eso de que tropecé con mi pecado?, ¿de cuando acá? ¿Qué es el pecado? ¿El incumplimiento de reglas, mandatos y otras mandangas similares? Pero ¿por qué iba a aceptar yo esa losa pesada de obligaciones que se me imponen desde el exterior, como si fuera un código de la circulación que si infrinjo me multan e incluso me quitan el carnet? ¿Es eso el pecado? Pues vale, nada tendría que ver con él.

Mas ¿de verdad que el pecado es cosa de ese estilo? No, no y no. Nada tienen que ver con la moralina que se destila de un código de comportamiento, y que acogeremos para bañarnos en ella. El pecado tiene que ver de manera directa y plena con el amor. Sed santos, porque yo, vuestro Dios, soy santo. Tiene que ver, pues, con el rechazo de la ternura y la misericordia. Ah, eso es otro cantar bien distinto. Es pecado todo aquello que en nuestro ser y actuar atenta contra la santidad de Dios, es decir, que barre en nosotros toda ternura y toda misericordia. Hay grados en ese atentado, por supuesto, pero la raíz siempre es la misma: seremos como Dios, qué digo, somos ya como dioses; por eso, libres para actuar como bien nos plazca, mirando a las personas y a las cosas desde lo que decimos es nuestro propio ser. Pero, nuestra carne, ¿no es carne de amorosidad? Si fuera así, como lo es —hay toda una antropología que asienta esta afirmación—, todo lo que vaya contra nuestra carne, transida de nuestro ser a imagen y semejanza de quien nos ha creado y nos sostiene con su providencia, todo ello en un infinito acto de amor, está emparentado con el engaño de la serpiente que susurra en nuestros oídos el seréis como dioses, lo cual nos deja en nuestras desnudeces, y enseguida buscaremos tapar para que no se nos note el cambio de perspectiva, y lo que tantas veces cubriremos con muertes, saqueos y abandonos. Esto es el pecado. Por eso va siempre contra la santidad de Dios, la cual busca auparnos, contando con nuestra libertad, a esa santidad que él quiere donarnos. Quiere que nuestra santidad sea, como la del Hijo, santidad de la carne.

Que todos los mandamientos se resuman en dos: amar a Dios y amar al prójimo, significa que todo lo que hacemos, todo lo que esta conjunción de carne estupefaciente que somos, va dirigida al amor, no amor bipolar, sino unitario: porque amamos a Dios, amamos al prójimo; porque amamos al prójimo, amamos a Dios. Pecamos cuando nos apartamos del amor, cuando no vivimos en él;  por eso, cuando no somos santos como nuestro Padre celestial es santo.

Que quede claro, pues. No vale, como añade Jesús, con holocaustos y sacrificios, con nada que sea signo y accidente de exterioridad —aunque, cuidado, los gestos de ternura se realizan con las manos, con los ojos, con la sonrisa, con el abrazo—, sino que, por el contrario, con lo que procede de nuestras interioridades más profundas; porque es ahí, en nuestro corazón, en donde está aposentado el amor. Y es ahí, a nuestro corazón, a donde se viene el amor de Dios, por Cristo, con Cristo, en Cristo, para que el Espíritu, rezando en nuestro interior, grite por nosotros: Abba, Padre.

El pecado solo cabe en ese contexto. Y, con respecto a él, todo lo demás, repito, son mandangas.