Éx 32,7-14; Sal 105; Ju 5,31-47
Curioso que sea Moisés quién da testimonio a Dios para que, aburrido por la perversión de sus infinitas idolatrías, no haga descender su ira sobre el pueblo que él se había elegido, hasta consumirlo. Quien intercede por el pueblo es Moisés. Aleja el incendio de tu ira, arrepiéntete de la amenaza contra tu pueblo. El mundo al revés, ante la súplica de Moisés, es Dios quien, asqueado, tiene que arrepentirse de su designio de condena. Y, en esa lucha, es Moisés quien vence, convenciendo a su Señor de arrepentirse de la amenaza que había pronunciado contra su pueblo.
Nosotros podemos aprovecharnos de esa intercesión de Moisés por los suyos. Acuérdate de mí, Señor, por amor a tu pueblo. Y podemos leer el salmo referido a Jesús, el Hijo. No sea abandonado él en la cruz por culpa de nuestras idolatrías y pecados. Porque aniquilándonos a nosotros, para lo que tendría mil verdaderas razones, olvidándose para siempre de su pueblo, cercenaría para siempre la carne a su imagen y semejanza, que es la de Jesús, el Cristo. El salmo, como antes Moisés, nos ayuda a dar la vuelta por completo a la amenaza de Dios, cuando, por puro aburrimiento, desairado, podía ser designio de condena. No, en la cruz de Cristo, finalmente, se nos dona la justificación, es decir, la plenitud de su gracia y de su misericordia, para ser redimidos del pecado y de la muerte. Y ¿quién es ahora el que intercede por nosotros? Logrando que la situación cambie por completo, Jesús, colgado en la cruz. La señal definitiva de que el Redentor nos salva es que el Padre no deja que todo termine en la ignominia de la cruz, sino que se apunta en ella ya la luz transfiguradora de la resurrección.
¿Quién eres, Señor, dinos quién eres? Es cuestión de testimonio. Porque es el Padre quien da testimonio irrevocable de su Hijo. Es en Jesús en donde vemos el claro testimonio de quién es el Padre. Padre de amor. Amor por su Hijo, y en la cruz, definitivamente, amor por nosotros. La cruz, así, es el mismo testimonio de Dios. De que está y estará con nosotros siempre y para siempre. De que estamos destinados, por su gracia, a la vida eterna, junto a él, en el seno de la Trinidad santísima, allá en donde entraremos con nuestra carne resucitada, como ha entrado ya la carne resucitada del Hijo, y donde, para su gloria y para interceder por nosotros como madre amorosa, está la carne de la Virgen María. Ese es el lugar de nuestra plenitud, siempre contando con la gracia que procede de la ternura y de la misericordia del Padre que, en el Hijo y por el Espíritu, nunca nos ha de abandonar.
Porque Jesús no ha venido a acusar, lo hizo Moisés, y lo sigue haciendo, sino a salvar. Él es el redentor, quien nos salva. Ahí, en la cruz, una suave suasión de amor nos acoge. Sean cuales fueren o hayan sido nuestra fragilidades y pecados. Suave suasión que estira de nosotros hacia él, contando con nosotros. No violentándonos, sino haciéndose con nosotros por acción de enamoramiento. En él encontramos la gloria que vienen del único Dios, al que él siempre llama Padre, y que nosotros hemos aprendido de él a orar diciendo Padre nuestro. El velo del templo se rasgó a la hora de nona, y la gloria de Dios apareció en el cuerpo muerto y resucitado de Jesús, resplandeciente de ternura, de amor y de misericordia.