Celebramos hoy que la Virgen María está en cuerpo y alma en el cielo. Vemos a María triunfante junto a su Hijo. El himno de alabanza que escuchamos en el Evangelio alcanza hoy un significado especial: “Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí”. María, por la singular relación que mantiene con su Hijo, participa plenamente de la gloria. Sin embargo, también ese privilegio de nuestra Madre, redunda en bien de todos los hombres. La mujer que se nos describe como “figura portentosa” en la primera lectura es la misma que encontramos corriendo al encuentro de su prima Isabel, que se encuentra embarazada y es de edad avanzada. Por eso, vemos las maravillas que Dios ha hecho en ella, pero no la sentimos lejana. Hoy comprendemos mejor la inclusión de María en el plan de salvación de Dios y cómo, también, todas las gracias y dones que nosotros recibimos hemos de recibirlos con la misma disponibilidad que María. San Bernardo la denominó “acueducto de la gracia”. Los dones que Dios nos otorga alcanzan su máximo brillo en la entrega generosa de los mismos, en la vivencia del amor. Por eso María asunta al cielo resplandece para nuestro bien, y así nos la muestra la Iglesia.

En el Evangelio vemos cómo la Virgen nos enseña un amor que es concreto y oportuno. Son cualidades propias de las madres, que siempre aciertan en lo que, de manera particular, necesita cada uno. Por eso acude presurosa junto a Isabel. El encuentro de las dos mujeres supone un nuevo momento de gracia y Juan saltó de alegría en el vientre de su madre. Cuando la Virgen nos visita produce en nosotros esa transformación interior que describimos como gozo. Su acción siempre es suave y eficaz moviendo nuestros corazones hacia el bien. En el prefacio de hoy se señala: “ella es consuelo y esperanza de tu pueblo, todavía peregrino en la tierra”. No es extraño que cada pueblo tenga su advocación propia y conozca a María bajo diferentes aspectos, porque ella es la que está siempre cerca acompañando a cada uno en su situación concreta. Y, por ella, el Poderoso continúa haciendo obras grandes.

No es difícil pensar que si Dios nos quiso dar a su Hijo a través de María, también quiera continuar agraciándonos a través de ella. Quizás nos cuesta confiarnos a su solicitud maternal. Por ello es bueno pensar en las palabras que Jesús nos dirige desde la Cruz: “hijo, ahí tienes a tu madre”. Y ella contribuye a engendrar a los hijos de Dios, y también a educarlos. Es la gran educadora de nuestro corazón. Ella nos permite ver como la misericordia de Dios sigue llegando hasta nosotros “de generación en generación”, sin que se agote nunca ni pierda su fuerza salvadora.

En la segunda lectura se contrapone Cristo a Adán. Los Padres de la Iglesia, en seguida, establecieron la relación entre Eva y María. Ella es la madre de los nuevos creyentes, y de la Iglesia. En el evangelio aparece como Juan Bautista es santificado por la acción de Jesús. Pero el Niño llegó hasta aquella aldea conducido por su Madre. También Dios quiere llegar hasta lo más recóndito de nuestro corazón, a veces insensible, a veces herido o endurecido, y lo quiere hacer a través de su Madre. Dejemos que ella nos visite. Felicitan a María, como hace Isabel, quienes participan de su misma felicidad.