En la primera lectura se nos habla de un banquete preparado por la Sabiduría (que es imagen del Hijo). Aparecen también el pan y el vino, que serán la materia del sacramento de la Eucaristía. En la invitación que se hace a los hombres se contrapone la inexperiencia y la falta de juicio a la Sabiduría. Dios quiere salvar al hombre comunicándole todos sus dones. Lo que en el Antiguo Testamento aparece en figura queda plenamente revelado en el nuevo: “yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: el que coma de este pan vivirá para siempre”.

A la luz de la primera lectura, y viendo la reacción de los judíos a las palabras del Señor, se nos indica que el misterio eucarístico, y la riqueza que contiene, han de ser alcanzados por cierta experiencia. No basta con conocer las enseñanzas de la Iglesia. Escribió san Antonio María Claret: “al que comulga bien le sucede lo que a la barra de hierro que se mete en la fragua, que se convierte en fuego; sí, asimismo queda endiosada el alma que comulga bien: el fuego al hierro le quita la escoria, la frialdad natural, la dureza, y lo pone tan blando que lo llega a derretir, y se amolda al gusto del artífice”.

Ciertamente entramos por la fe, porque para postrarse ante la Eucaristía y recibirla, es necesario creer en lo que Jesús nos enseña. Pero, una vez se ha dado ese paso, que hay que renovar e intensificar continuamente, el Cuerpo y la Sangre del Señor nos van transformando por dentro y experimentamos sus efectos. Se cumple lo que dice Jesús: “el que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna”. Si la liturgia, con toda su belleza, quiere hacernos experimentar la eternidad de Dios actuante en el tiempo, la comunión nos la comunica, porque también es verdadero que: “el que come mi carne y bebe mi sangre, habita en mí y yo en él”.

Por eso la primera lectura nos invita a gustar del banquete venciendo nuestras prevenciones o prejuicios. No hay magia sino verdadero encuentro con el Señor, deseoso de estar con nosotros y de darnos la verdadera vida, la que vale para siempre. También san Pablo insiste en la necesidad de celebrar la “acción de gracias” y contrapone la felicidad que allí se encuentra a la que buscamos en los placeres terrenales, que son mera compensación y duran poco tiempo (“no os emborrachéis con vino, que lleva al libertinaje”).

El padre Claret señalaba también, desde este realismo eucarístico, cómo la comunión con el Señor va modelando en nosotros un corazón nuevo. Aprendemos la verdadera sabiduría, aquella por la que Jesús entrega su vida por nosotros en la Cruz y se sigue ofreciendo en la Misa. Se nos manifiesta en lo más íntimo de nosotros la verdad sobre el hombre del amor de Dios, que reconocemos en Jesús y experimentamos al recibirlo sacramentalmente. Esa identificación de Jesucristo con nosotros la expresó Orígenes así: “Así, después de su carne, también son alimento puro Pedro y Pablo y todos los apóstoles; en tercer lugar, sus discípulos, y así cada uno, por la calidad de sus méritos, o la pureza de sus sentidos, puede hacerse alimento puro para su prójimo”. Se refiere a que, transformados por Jesucristo, verdadero alimento, somos capaces de amar y llevar consuelo al prójimo.