1Jn 2-29-3,6; Sal 97; Jn 1,20-34
Porque la justicia es un don para nosotros, no la alcanzamos con nuestros esfuerzos. Es el amor del Padre el que nos hace nacer dentro de la torrentera del amor que de él surge como una fuente inacabable. El mundo —en la significación negativa que tantas veces tiene en Juan, pues busca poseernos y arrancarnos del amor—, porque estamos remecidos en esa torrentera, no nos conoce. Qué de extraño: no conoció al Hijo. Desde el engaño de la serpiente, la cual cuando estábamos en el jardín nos hizo dudar de Dios y adorar a los ídolos, se está dando una gran batalla, cuando vamos recobrando nuestra imagen y semejanza. Batalla campal. Qué fácil en el principio, qué duro en la recuperación. Tanto, que se nos tiene que dar. No nos valemos por nosotros mismos. Pero ahora el amor del Padre se nos ha mostrado en el Hijo encarnado de modo que nos llamemos también nosotros hijos de Dios, ¡pues lo somos! Maravilloso grito de triunfo: lo somos y aún se ha de manifestar lo que seremos. Vivimos en-esperanza, a la espera de la manifestación definitiva de quien estos días vemos nacer del vientre virginal de María. Mas él es puro, ¿lo somos nosotros?. ¿lo seremos nosotros? ¡Ay!, ¿cómo permaneceremos en él? ¿Quién nos dará nuestro permanecer, que de modo tan fácil se convierte en salir de la torrentera del amor de Dios por el pecado? Todo el que peca no le ha visto ni conocido. Mas ¿cómo será posible?, pues nosotros le vimos y lo conocimos. ¿Nos olvidaremos de él?, ¿dejaremos que el mundo nos arrastre al pecado, al olvido de quien, siendo visible, nos deja ver al invisible? Es un juego de amor, ¿perderemos ese amor que recibimos cuando comenzamos el seguimiento de Jesús?
Necesitamos un remonte una y otra vez, pues somos carne frágil, aunque con toda la grandeza de la imagen y semejanza que recuperamos en ella. ¿Quién nos lo dará?, ¿quién nos abrirá el rollo sellado para ver si nuestro nombre está escrito en él? Mirándole a él, a Jesús, el hijo de María, que comienza a crecer a nuestra vista, recuperamos la fuerza de nuestra imagen y semejanza que teníamos perdida porque la serpiente nos echó de bruces al mundo. Sorprende pensar que, aquello que fue tan corto en su pérdida, es ahora tan largo en su recuperación. Veamos crecer a Jesús y contemplaremos cómo la imagen y semejanza se hacen con nosotros y vamos recuperando la naturaleza de nuestro ser; ser de amorosidad. Mirándote a ti, tú el más bello de los hombres, encontramos cómo ser; la plenitud de nuestro ser, en ti, se nos va acordando. Tú estiras de nosotros con sueva suasión. Ya estamos en el día siguiente, y Juan, al ver llegar a Jesús, exclama: Este es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. En él, el mundo ya no nos domina. Vivimos en-esperanza. Hemos sido arrancados de las sinuosidades de la serpiente, para, siguiendo las huellas de Cristo, salvar al mundo. No a condenar, sino a salvar. No a salvar a unos pocos, yo, tú, los nuestros, sino para salvar a muchos, a todos.
Por eso, cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha visto la humildad de María, y en ella también se ha fijado en nuestra pequeñez, de modo que en ella y, arremetidos en la torrentera del amor, también en nosotros ha hecho maravillas. Tañeremos nuestros instrumentos y aclamaremos al Rey y Señor.