1Jn 3,7-10; Sal 97 Jn 1,35-42

Cometiendo pecado, somos del diablo. Porque es el diablo el que nos llevó y nos sigue llevando al pecado. Nadie nos engañe. ¿Obramos la justicia?, si lo hacemos, somos justos. El diablo, que peca desde el principio, nos lleva a cometer pecado. ¿Cómo? Engañándonos y haciendo que dudemos de Dios. Porque nos lleva a adorarle no a él, sino a los ídolos que construimos y que el diablo nos presenta a los ojos con atracción poco menos que irresistible. De esta manera, perdimos nuestra imagen y semejanza; perdimos nuestro propio ser. ¿Del todo?  No. En medio de un encrespado océano que busca ahogarnos, en medio de ese mundo que se hace con nosotros hasta casi disolvernos en él, el Hijo viene a salvarnos del pecado y redimirnos de la muerte que nos acecha para tragarnos. Misterio insondable de la encarnación. El Hijo de Dios se manifestó para deshacer las obras del diablo. Quiso que, mirándole a él, recobráramos el ser pleno de nuestra imagen y semejanza. Él es el quien viene a nosotros mostrándonos la plenitud de lo que somos; quien se nos manifiesta deshaciendo las obras del diablo. El Hijo hace que nazcamos de Dios —pero, ¿cómo?, ¿podemos renacer de nuevo?—, porque quien ha nacido de él no comete pecado. Nacidos de Dios, ya no podemos pecar, porque un germen divino permanece en nosotros, para que no pequemos más. ¿Qué dices, si el pecado está siempre llamando a nuestras puertas?, ¿cómo te atreves? Es esencial el permanecer. Los hijos de Dios obramos —¿obran?, ¿obráis?— la justicia. ¡Uf!, ¿qué dices?, ¿cómo tienes esa seguridad? Si fuera así, porque es así, cantaremos con el salmo un cántico nuevo, porque, fijándose en la humildad de su esclava, ha hecho maravillas en nosotros. Y es su diestra la que nos ha dado su victoria; su santo brazo.

El evangelio de hoy nos da la luz del gran misterio de salvación al que acabamos de referirnos. Este es el Cordero de Dios. El Cordero degollado que vimos encima del altar colocado frente al trono de Dios Padre, cuando miramos con Juan por la puerta abierta del cielo. Mirada del Apocalipsis; mirada de finalidades últimas; mirada de internalidades. En pie, aunque había muerto en el sacrificio de la cruz, recogiendo los ángeles su sangre, sangre redentora, en el cáliz de la eucaristía. Este es el Cordero de Dios, nos dice Juan, señalando con su dedo a Jesús que pasa. Los dos discípulos oímos sus palabras y seguimos a Jesús. Ha habido un sorprendente cambio de escenario. Estábamos en escenas apocalípticas, veíamos tronos y altares en los cielos, cuando de pronto el dedo del Bautista nos señala a Jesús. Nos hemos encontrado con él en la realidad caminante de nuestra vida. Buscábamos, y Jesús, al ver que le seguíamos, se vuelve y nos dice: ¿Qué buscáis? A ti, Señor, a ti te buscamos. Te hemos encontrado y estamos dispuestos a seguirte a donde vayas, a donde nos lleves, ¡qué osadía en nuestro decir!, permaneceremos contigo siempre, allá donde estés, por donde quiera que vayas. Qué locura, ¿sé lo que digo?, apenas, pero me has arrebatado, y tú serás quien me ha de proporcionar las fuerzas para ese seguimiento hasta tu cruz, que será la mía. Maestro, ¿dónde vives? Y en un pasmo inconcebible, oímos que nos dice: Venid y lo veréis. Señor, quiero permanecer contigo, en ti. Fueron, vieron dónde vivía, y se quedaron con él aquél día. Y, luego, para siempre, amando a nuestros hermanos.