1Ju 5,14-21; Sal 149; Ju 3,22-30

Sabemos que somos de Dios, y que el mundo entero yace en poder del Maligno. ¿Qué, pues, todo un puro fracaso? El Maligno venció en el jardín, ¿y sigue venciendo ahora? ¿Toda la obra de Dios un mero fiasco? ¿Deberemos rendirnos y, tumbándonos en el suelo, como perros vencidos, echar las patas al aire? ¿Resultará que el designio de Dios fue un blanco y terso papel en el que todo estaba escrito de antemano, aunque se nos apareció como arrebujado al cogerlo con la mano y arrugarlo en un puro buruño? ¿Acaso el Maligno fue reestableciendo con cuidado supremo la primera tersura de ese papel y descubrió así los planes de Dios, para vencerle en nosotros? Qué Dios tan simple, ¿no? En nosotros, ¿ha sabido vencerle el Maligno? ¿Esto es lo que acontece? Una lucha suprema, pero lucha tangencial, porque nosotros somos el campo de batalla. Venciendo en nosotros, el punto rojo, el ápice por el que la creación se dio en los designios del Dios creador, el Maligno vence a Dios. Pero no contó con las espesuras de Dios. No contó con nuestras espesuras. Le faltó la retranca de la espesura, que en nosotros se da en la carne; que se toma su tiempo y se deja hacer en la suave suasión. Al Maligno, pues, le faltaron espesuras. Era un ser de pura inteligencia; inteligencia suprema, pero instantánea. En él no cabe el rumie. Le falta espesor. Espesor de creatura carnal. Le falta la capacidad de cambio, y, con ello, la capacidad de arrepentimiento y conversión. Para él no cabe la pregunta si quieres…, a la que respondemos con el quiero, pues la respuesta la ha dado de un golpe, no cabe ya en él ninguna respuesta a ninguna pregunta; todo lo tiene respondido de una vez por todas, y quiere meternos a nosotros, para ganar la batalla decisiva, en la claridad de: lo tenemos ya decidido para siempre, seremos como dioses por toda la eternidad. No contó con que somos carne, carne de espesuras. Y tampoco contó con las espesuras de Dios. La suya, una inteligencia de extrema agudeza, en una línea recta resplandeciente, pura analiticidad la suya. Pero nosotros somos seres enmarañados en curvas; lo nuestro es la curvatura, el rumie, la retroducción del futuro anhelado en suave suasión, que recogiendo nuestra memoria nos hace seres de carne, de carne presente, de carne habladora. Tampoco contó con la insondable profundidad de Dios en sus puras espesuras.

La batalla puede ser ganada porque el Maligno no tiene espesores, y, para vencernos quiere quitarnos todo la fuerza de rumie y de arrepentimiento que nos hace recordar con nostalgia una y otra vez que somos seres de carne, no inteligencias puras cono es él, el Maligno, y que nuestra fe en Jesús nos da esas aperturas que se donan en el corto diálogo entre el si quieres y el quiero. Un diálogo en el que hacemos memoria de lo que somos, mejor, de lo que estamos siendo, y vemos cómo la piel la tenemos llena de lepra; vemos cómo la amorosidad parece haberse ido definitivamente de nosotros. Sin embargo, nosotros, tú y yo, el pueblo que habitaba en tinieblas, vimos una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz nos brilló. Sabemos que el Hijo de Dios ha venido a nosotros y nos ha dado inteligencia para que conozcamos al Verdadero. Inteligencia de espesuras que abre nuestros ojos cuando pasa Jesús y, con un ardite de fe le gritamos con el si quieres, y él nos responde con el quiero.