Hablo mucho. Incluso en ocasiones hablo demasiado. Los sacerdotes hasta hablamos en Misa, cuando el resto calla. Ciertamente hay que hablar, pero uno tiene el riesgo de acabar siempre diciendo lo mismo o decir muchas tonterías. Es especialmente difícil hablar con las personas de una en una. No hay recetas, no hay situaciones iguales, no hay las mismas circunstancias ni puedes decir siempre lo mismo. Muchos pensarán que a los sacerdotes nos gusta hablar, y creo que es verdad. Lo que me doy cuenta es que cuanto más hablo más me gusta el silencio.

“Hijo mío, si aceptas mis palabras y conservas mis consejos, prestando oído a la sensatez y prestando atención a la prudencia; si invocas a la inteligencia y llamas a la prudencia; si la procuras como el dinero y la buscas como un tesoro, entonces comprenderás el temor del Señor y alcanzarás el conocimiento de Dios.

Porque es el Señor quien da sensatez, de su boca proceden saber e inteligencia.”

Cuanto más se habla más se debería callar, para dejar hablar a Dios. Hoy, día de San Benito, además de felicitar y rezar por el Papa emérito y el actual, podríamos pedirle al santo abad que nos conceda un poco de silencio. Pero no un silencio vacío, de esos de un minuto de silencio que están todos pendientes de cuándo empezar a aplaudir. Un silencio lleno de atención a la prudencia, prestando oído a la sensatez, para alcanzar la sabiduría de Dios.

“Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.” Dejarlo todo no es solamente dejar las cosas materiales, un buen sueldo o el formar una familia. Dejarlo todo implica también dejar nuestra sabiduría para zambullirnos en la sabiduría de Dios. Cuando se predica la palabra de Dios, cuando se habla con alguien de lo que pasa por su alma, de sus alegrías y tristezas, esperanzas e ilusiones, hay que dejar también nuestro yo, nuestro estado de ánimo, nuestra última teoría psicológica o el último artículo que nos ha convencido. Hay que mirar a esa persona o a ese grupo con la mirada de Cristo, buen pastor. En ocasiones es muy complicado el no hacer nuestro propio “club de fans” y que, trasladado el sacerdote se desinfle la vida espiritual de la parroquia o le vayan siguiendo de templo en templo. Y al igual es difícil en la familia. Cuando se pasa en la adolescencia y en la juventud y la fe y el seguimiento de Cristo tienen que ser cosa “de mis padres” para que sea una convicción profunda de los hijos. También hay que educar a los hijos en el silencio, que aprendan a orar, a ponerse ante Dios y le escuchen. No es cuestión de razonamiento o capacidad intelectual, no hay que esperar a que aprueben la selectividad para enseñarles a ponerse ante Dios que les ama y le pregunten ¿Qué quieres de mí? Así ciando salgan de casa, física o mentalmente, no dejarán a Cristo como si eso fuera una liberación. Seguirán buscando la sabiduría que proviene de Dios y ya ha anidado en su corazón.

Silencio. Ojalá hubiera más silencio. Los silencios de María son tan elocuentes, una verdadera fuente de sabiduría. Vayamos a beber a esa fuente.