Wiston Churchill, después de una hazaña de la marina británica en la que intervinieron también pesqueros y barcos de toda clase para rescatar a algunos aliados de la costa francesa, exclamó: “Nunca tantos debieron tanto a tan pocos”. Esa frase se ha hecho célebre. Con mayor motivo nosotros deberíamos decir: “Todo se lo debemos todo a Uno solo”, porque todo lo que tenemos nos viene de Dios, desde nuestra existencia hasta la más pequeña de las cosas o goces de los que disfrutamos. Todo toma su origen en Dios y de ahí le procede también su bondad.
El Evangelio de hoy me coloca contra las cuerdas. Donde Jesús dice Corazaín, donde dice Betsaida, escucho mi nombre y la voz del Señor que me llama a hacer repaso de todo los milagros de mi vida. ¿Cómo respondo ante ello? Seguramente de muchas de las cosas que Dios me ha regalado ni siquiera tengo conciencia. Otras las he relativizado o he atribuido al azar o la casualidad lo que fue voluntad directa de Dios para mi bien. Algunas, incluso, me las he atribuido a mí mismo y donde existía un milagro he leído que era algo debido a mi esfuerzo o mis méritos. “¡Ay de ti, Corazaín, ay de ti, Betsaida!”.
Jesús lanza esa recriminación a ciudades, que son personas, y las contrapone a otras ciudades, que también son personas, más pecadoras en este mundo. Pero, ¿qué sucederá en el juicio final? Sin lugar a dudas habrá muchas sorpresas. No me mueve el deseo de avanzar lo que pueda estar oculto en la vida de las demás personas, las sorpresas agradables o desagradables con que nos encontraremos. Hoy Jesús me invita a hacer examen de conciencia a mí, a repasar mi vida.
¿Bajaré al infierno como Cafarnaún? En nuestra necedad lo relativizamos todo. Pensamos que el mismo Dios que nos ha regalado la vida y la fe va a aceptar que nos presentemos ante Él con actitud de desprecio. ¿No era eso lo que le pasaba a Betsaida? ¿No consideraba todos los milagros que sucedían en ella como si fueran fenómenos atmosféricos o algo que tenía que pasar necesariamente? Aquella ciudad no juzgaba sobre su vida, no leía la acción de Dios y por eso e desconocía a sí misma.
A cada uno se le pedirá en función de lo que se le ha dado. Para nosotros no hay excusa. Lo tenemos todo. Tenemos esa riqueza inmensa que son los sacramentos, el tesoro de la Eucaristía, la maravilla de la Iglesia, la intercesión de los santos y la protección de María. Se nos predica el Evangelio y podemos contemplar el testimonio de cristianos ilustres. Y tenemos todas esas mociones interiores que cada uno experimenta en su alma. ¿Qué más podemos pedir?
Que la Virgen, que en el Magníficat, cantó todas las grandezas que Dios hizo en su vida nos ayude a reconocer los dones que Dios nos regala y nos enseñe a vivir en conformidad con la gracia.