Se acostumbra a decir que no todo es blanco o negro para referirnos a realidades complejas que exigen recapacitar antes de emitir un juicio. Algunos preferirían soluciones más radicales, contundentes e inmediatas.
En el evangelio de hoy encontramos un texto al respecto. Como todo lo del evangelio ha merecido muchos comentarios a lo largo de la historia y, probablemente, se sucederán muchos otros.
San Agustín señalaba que el trigo y la cizaña indican la permanencia, en la Iglesia visible, de santos y pecadores a lo largo de toda la historia. Sólo al final, en el juicio, podrá separarse y cada cual sabrá su verdad. Una sociedad de puros, como quisieron los donatistas en la época de Agustín, no es la Iglesia. Cuando se pretende discriminar para quedarse con los buenos se acaba creando una secta o un club de gente “guay” que al final son un incordio de pedantería. Experimentos de estos los ha habido a lo largo de la historia y, la tentación de llevarlo a cabo, aún más. Pero, por un misterioso aunque misericordioso designio, Dios lo quiere así. Los malos provocan la paciencia de los buenos y estos pueden mover a la conversión de aquellos. Por otra parte, quizás a veces somos cizaña y no trigo y suerte tenemos que no nos arranquen de cuajo, porque fuera de la Iglesia desapareceríamos.
Pío XII, dijo “toda falta, aunque sea un pecado grave, de sí no da como resultado –como el cisma, la herejía o la apostasía- separar al hombre del Cuerpo de la Iglesia”. E invitaba a mirar con misericordia, que no es tolerancia ni indiferencia cínica, a los pecadores como miembros enfermos de Jesucristo. Porque, mientras permanecen en la Iglesia aún pueden cambiar y no podemos desesperar nunca de su salvación.
Otros autores juzgan que el texto puede aplicarse también al corazón del hombre. El cristiano, aunque redimido por la sangre de Cristo, experimenta en su interior contradicciones y a veces, queriendo erradicar lo que tiene de malo arrasa con lo bueno. Es un problema de paciencia. Igual va a un grupo de formación y le parece que allí hay gente que le mira mal, o no se siente a nivel, y deja de ir porque eso le produce malestar, dice que le quita la paz. Y arrasa el campo. Porque igual le miran mal porque son estrábicos o tontos y hay que tener paciencia.
El que sin duda tiene paciencia e infinita es Dios. Jesús en su vida terrena no dejó de banquetear con pecadores y de acercarse a lo que hoy calificaríamos como chusma. No por eso perdió su santidad ni la disminuyó en nada. Se acercaba para salvar. Y en vez de andar podándolo todo hasta quedarse sin raíces, como hacen algunos horticultores espirituales muy poco compasivos, llevaba a los pecadores a conversión.
La parábola de hoy nos enseña paciencia, con uno mismo, con el prójimo y singularmente con los compañeros de camino en la Iglesia. Una paciencia que engendra el reconocimiento de la misericordia que han tenido con nosotros y nos lleva a querer ser misericordiosos.