Ex 34,29-35; Sal 98; Mt 13,44-46
Y cuando terminó de hablar con ellos se echó un velo en la cara. Tal es la distancia infinita entre nuestro rostro y el del Señor; entre nuestra mirada y la mirada del Señor. Postraos ante su monte santo: Santo es el Señor, nuestro Dios. A veces pensamos que nuestra cercanía con Dios es tal que apenas si percibimos la diferencia de nuestro ser. Quienes escribieron las Escrituras del AT, sin duda que guiados por el Espíritu de Dios, eran muy conscientes de esa distancia que hacía inconmensurables un rostro y el otro. Mirar cara a cara al Señor era un terrible peligro de muerte inmediata. La gloria del Señor es fuego que nos consume. ¿Quién se acercará al Señor por sí mismo, por su propio gusto? Es él quien llama; es él quien elige. Quien elige al pueblo de la Alianza. Dios hablaba desde la columna de nube, y actuando en la irresistible lejanía que viene a ellos, hace que oigan sus mandatos y la ley que les dio. Dios habla desde lo alto del monte, solo a Moisés, pues los israelitas vieron que su cara tenía la piel radiante, y no se atrevieron a acercarse a él. Hay una distancia irresistible entre Dios y su pueblo, solo interrumpida por el mediador, Moisés, y por las acciones con las que el Señor conduce a su pueblo hasta la tierra prometida. Pero cuando miran al Señor, ven el velo, como el del Templo, porque no pueden ver el espacio del Santo de los santos. A ese ámbito solo puede entrar otro mediador, el sumo sacerdote, una vez al año, tras ofrecer el sacrificio de expiación por los pecado del pueblo. Cualquier otro, fuera del mediador, es reo de muerte si se introduce en ese ámbito de santidad que llena por entero la gloria de Dios. La gravitación hacia Dios que sienten aquellos que deben verlo a través del velo, hace que la vida entera se vierta en esa atracción irresistible, de manera que todo en ella penda de esa mirada entorpecida por el velo. Toda la vida del creyente del Señor, elegido en el pueblo, va a girar en torno a esa mirada hacia la obscuridad del velo, de la nube, del fuego, de la gloria de Yahvé. Todo en su vida quedará tensionado hacia esa mirada, de manera que habrá un comportamiento global que tiende a esa mirada al Señor. Y él ha enseñado a su pueblo cómo será ese hacer dirigido al Señor. Serás santo, como el Señor es santo.
Mas cuando Jesús murió en la cruz, tras dar un gran grito, el velo del Templo se rasgó de arriba abajo, mostrándonos el vacío de su contenido, mejor, revelándonos que ahora, en la cruz, con el cuerpo colgante de Jesús, se nos hace patente el Santo de Dios. Ahora, es en él donde vemos el resplandor de la nube, en donde nos aparece la gloria de Dios. Donde parecía caber solo la muerte y, rasgado el velo, el vacío más absoluto, brilla el cuerpo radiante de Cristo. Cuerpo resucitado por la fuerza de Dios. Cuerpo resplandeciente por la fuerza del Espíritu de Dios. Ahora, según el NT, las nuevas Escrituras, Dios, Padre suyo y Padre nuestro, se nos hace visible con una visibilidad de cercanía insospechada. Ahora, es él, Jesús, muerto en la cruz, el hombre perfecto que con la suave suasión de la gracia rehace en nuestro ser la imagen y la semejanza.