Job 3, 1-3. 11-17. 20-23
Sal 87, 2-3. 4-5. 6. 7-8
san Lucas 9, 51-56
“Job abrió la boca y maldijo su día”… Lo que sigue es estremecedor: Job repudia la noche en que fue concebido, desea para sí la suerte de los abortos, jadea por la sepultura y envidia a los muertos. Una lectura superficial podría concluir que, de ayer a hoy, se ha hundido; que, tras un primer acto de conformidad con la Voluntad de Dios, este hombre se ha dejado vencer por el dolor y ahora se rebela contra su Creador… Pero semejante lectura sólo puede hacerla quien nunca ha estado en contacto con el dolor humano en sus expresiones más crudas.
¡Ah, lo humano! Volvemos a nuestra piedra de toque, a nuestra roca de escándalo, al pecado de nuestra religión desencarnada. Una de las primeras cosas que aprendí en Teología es que la gracia no anula la naturaleza; la perfecciona y la eleva, pero no la anula porque la venera. Hablando sobre el sacramento del Orden, uno de los sacerdotes que nos predicó ejercicios mientras yo era seminarista nos decía: “a un imbécil le impone las manos un obispo, y después sigue siendo un imbécil”. Ese sacerdote es hoy obispo, y a buen seguro cuidará de dónde pone sus manos. Yo le estoy agradecidísimo, porque el principio me parece magistral, de puro evidente. Aplicándolo sobre el libro de Job devuelve resultados esclarecedores: una llaga bendecida por la mansedumbre duele exactamente igual antes que después de bendecirla. El que los cristianos abracemos la Cruz, el que ofrezcamos nuestros sufrimientos y los aceptemos por Dios con bendiciones no hace que nos duelan menos. Si alguien se ha acercado al Señor esperando ahorrarse las penas de la vida presente, no creo que haya tardado mucho en darse la vuelta o en convertirse del todo.
He visto a almas de Dios bendiciendo a su Creador en medio de grandes dolores.
¡Dios mío, cómo sufrían! Y también he visto a verdaderos idiotas regañando desde el púlpito a los deudos de un difunto por llorar su muerte… ¡Lo humano, lo humano! El viernes pasado murió el padre de una de las religiosas con quienes convivo. Hace un año había muerto también su madre, y todo ello a miles de kilómetros de distancia. Esta joven, que ha perdido en un año a padre y madre sin poder siquiera verlos, bendecía a Dios y me contaba cómo sus hermanos, apartados hasta entonces de la fe, se habían reconciliado con Dios y entre ellos durante los últimos días de vida de su padre.
Mientras me lo contaba dando gracias al Cielo, unos lagrimones como puños surcaban sus mejillas. Os aseguro que no eran lágrimas de gozo… ¡Estaba sufriendo terriblemente!
El Job de ayer y el Job de hoy no son dos personas distintas. No ha habido ningún cambio en él. El que bendice a Dios y el que maldice el dolor son el mismo, porque Job está atravesando el drama humano del sufrimiento aceptado por amor a Dios. Nos hallamos, proféticamente, en Getsemaní. Y le pedimos a María que consagre nuestros dolores, grandes o pequeños, con el bálsamo de la fe que bendice a Dios en el gozo y en la tristeza.