La Palabra de Dios sale a nuestro encuentro siempre de forma sorprendente. Su sabiduría como viene del Cielo, traspasa las épocas y las culturas. ¿Realmente tiene algo que ver con la vida de nuestros días?
Job dentro de la sagrada Escritura tiene una importancia capital, porque es la palabra que responde a las cuestiones fundamentales como: ¿qué es la vida? ¿por qué sufrir? ¿por qué al inocente le ocurren desgracias?
La respuesta de Job es una descripción perfecta de lo que un corazón destrozado puede preguntarse: ¿para qué vivir? ¿qué valor tiene la vida? Él responde la vida es  trabajar y sufrir. Trabajar como un jornalero, sufrir como un esclavo. Uno ansía el dinero para obtener algo de bienestar, otro ansía el alivio de las sombra y no pasar más calamidades. Con las preocupaciones de la vida uno puede no dormir, dar vueltas en la cama sin saber qué hacer, cómo dar una solución, como cambiar de rumbo. Y termina constatando lo de muchos hoy: la vida pasa rápido y los problemas no parecen acabarse. ¡Qué descripción más radical de la existencia!
Job es un corazón destrozado como muchos, desorientado, enfermo de una vida caduda e insustancial. ¿Hay algo en este mundo que pueda sanar el corazón del hombre?
Los creyentes creemos que sí… aquel que nos ha creado tiene ese poder. El puede sanar los corazones destrozados. Puede sanar sus heridas. Así lo decimos todos juntos en el salmo responsorial.
Tenemos médicos del cuerpo, tenemos grandes biólogos y cirujanos, psicólogos y psiquiátras… La ciencia parece ya no tener fronteras. Pero, sin embargo, nuevas enfermedades aparecen cada tiempo, y el hombre acompañado de recursos, medios de bienestar y grandes tratamientos farmacológicos, se sabe lleno de heridas. ¿Es un Dios invisible el único capaz de vendar esas heridas?
Jesucristo, el Nazareno, el hombre que se dice así mismo Dios tiene un modo de actuar muy curioso. Podría dedicarse a decir grandes discursos,  ganar adeptos con sus poderes sorprendentes, mostrar artes mágicas que le flanquearan honor, poder y gloria. Pero en vez de eso, este Dios se dedica a ir a los pobres enfermos, a aquellos que no pueden tener tratamiento o no pueden pagárselo para ofrecerles algo increible: su cuidado, su curación.
Hoy la suegra de Pedro es una de esas mujeres curadas. Jesús no sólo tendría que curar su fiebre, también su confianza. ¿Cómo su hijo Simón sigue a un nuevo y supuesto Mesías dejando a su riesgo a su mujer, a sus hijos, a su familia? ¿Cómo entender esa irresponsabilidad? Pero la curación de Jesús confirma a la suegra de Pedro la conveniencia de que su yerno vaya detrás de aquel hombre, porque él sí que es capaz de curar.
«Todo el mundo te busca Jesús» -le dijeron aquel día sus apóstoles- Todos se han enterado que tu puedes curar los corazones destrozados y vendar sus heridas… Y todo el mundo de hoy si no le busca, también le espera.
Muchos se ríen y dicen que no. Pero todos los que nos hemos abierto a la acción de Cristo en nuestras vidas somos testigos de ello. ¡Jesús cura! ¡Su Amor sana!
Pero aunque nuestro testimonio sea pequeño, casi inútil, no podemos dejar de evangelizar. Ya lo decía san Pablo: ¡ay de mí si no evangelizara! ¿Qué sería de nosotros si no tuviéramos el evangelio? Pero sólo crece en nosotros en la medida que lo damos. Esa es la ley del amor de Dios. Sólo tiene fuerza en mí cuando llega a los demás. Crece al repartirse, si no se da, si no se reparte, muere en nosotros. Cuando llevamos a Dios-médico a los hermanos que nos rodean, Dios-médico nos mantiene cada día más saludable. La alegría que repartimos se convierte en nosotros en un manantial que brota hasta la vida eterna. Como le profetizo Jesús a la samaritana. Recuérdalo.