Nos agarramos a las seguridades humanas, tangibles y claras, como si fueran las más ciertas y fiables. Nos da seguridad tener dinero, gozar de buena fama, la ausencia de problemas, la confianza en nosotros mismos y en nuestras obras, etc… Es decir, ponemos la confianza en nosotros mismos y en nuestra capacidad de decidir, gobernar y controlar las cosas y acontecimientos. Cuando nos convertimos en la medida de nuestra propia vida, a Dios le dejamos solo aquellos casos imposibles, que superan nuestras posibilidades y se escapan de nuestras manos. Y es entonces cuando recurrimos al Dios bombero, ese que puede apagar todos nuestros fuegos: que nos salga bien la operación, que lleguemos a fin de mes, que nos toque la lotería, que nos salga bien el examen, que se resuelva este problema… No es poco que recurramos a Dios en nuestras necesidades. La reina Ester, muy lista ella, nos enseña a dirigirnos a Dios con la humildad del pobre que enseña sus manos vacías a Alguien más grande y poderoso que ella.

Y, claro, Jesús en el Evangelio también lo deja muy claro: “Pedid y se os dará, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá; porque quien pide recibe, quien busca encuentra y al que llama se le abre”. Estas palabras de Cristo a veces solemos entenderlas en clave de oración automática, es decir: si le he pedido esto a Dios, si lo que le pido es bueno y justo ¿por qué narices no me lo da? ¿Es que no le bastan mis méritos, mis cumplimientos, mis rezos, mis buenas obras, para que me conceda lo que le pido? ¿Pero es que, acaso, le estoy pidiendo algo malo…? Y entonces vienen las grandes conclusiones existenciales: si Dios no me da lo que le pido es que no me escucha; si Dios no me escucha es porque soy malo; como soy malo, y Dios no me da lo que le pido y no me escucha, este Dios me sirve para muy poco, por no decir para nada; es más: la Iglesia es una estafa.

Dios no es el Mago Merlín. Tampoco suele actuar como si tuviera un enorme maletín, al estilo de Mary Poppins, de donde va sacando, a golpe de novena, todo aquello que le vamos pidiendo, siguiendo el orden de la fila y según los méritos espirituales de cada uno. La providencia no es una chistera. Tampoco la oración es un conjuro mágico o una fórmula matemática, al estilo del Supercalifragilisticoexpialidoso. De la oración supersticiosa a la oración del hijo hay un salto enorme. La clave de la oración la da Jesús en el Evangelio: es el diálogo entre Dios Padre y el hombre hijo. Y no se trata tanto de pedir cosas, sino de amar al Padre, de fiarse de Él, que sabe mejor que nosotros lo que nos conviene y cuándo nos conviene.

Nuestro problema es que no nos sabemos hijos; o sabiendo que lo somos, vamos por la vida como aquel hermano mayor del hijo pródigo, que convirtió el amor al Padre en un derecho, o como el hijo caprichoso e insoportable, que cuando no cosiguen de su madre esa chuche que se le ha antojado, se tira al suelo del supermercado y comienza a patalear, chillar y llamar la atención, echando la culpa a su madre. Al final, nuestra oración con Dios refleja nuestra relación con los demás: si somos capaces de coger al otro por el cuello de la chaqueta exigiéndole lo que le hemos pedido, también rezamos a Dios cogiéndole por la solapa de la chaqueta, exigiéndole nuestras cosas y echándole en cara su pasividad, pues, pudiendo hacer milagros, no los hace.

La oración es sencilla cuando nace de un corazón de verdadero hijo. Nos sitúa en la verdad de las cosas y de nosotros mismos. Nos pone en nuestro lugar, el del hijo. Y ser hijo consiste en recibir el amor. Un amor más grande y fiel que el nuestro, en el que el hijo se apoya para ser hijo. Nuestro problema es que sustituimos la confianza del hijo por las seguridades humanas, y preferimos vivir huérfanos, para no depender de la chistera arbitraria del Mago Merlín o del maletín de Mary Poppins; y, quizá aún peor, viviendo tantos años en la misma casa del Padre, no le conocemos y nos conformamos con ser el hijo mayor que convierte los dones del Padre en derechos.