Los que tuvimos la suerte de memorizar el Catecismo, durante la catequesis de Comunión, recordamos sin titubear lo que el escriba del Evangelio le pregunta a Jesús: que el primer mandamiento consiste en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo. Lo que pasa es que, pasados los fervorines de la Primera Comunión, la vida se nos va complicando y, con ello, se nos complica también la relación con Dios. La vamos llenando, quizá, de devociones, compromisos, prácticas religiosas, etc., y así, sin darnos cuenta, sustituimos los esencial por muchos otros trastos religiosos, que comenzaron siendo medios y acabaron convirtiéndose en fines. Pero, no olvidemos que una de las pocas cosas que el Señor nos mandó de manera taxativa y clara en el Evangelio es el mandato del amor: amaos como Yo os he amado. Y, por si no nos quedaba claro, lo demostró con su vida: con la medida con que Yo os he amado, es decir, hasta el extremo, así debéis amar vosotros.

Es fácil perderse en el bosque de cumplimientos devocionales, cuando no se sabe muy bien dónde está el norte y a dónde queremos llegar. Y, al final, además de fácil, nos resulta también más cómodo, porque con todas esas prácticas devocionales podemos llegar a justificar nuestra inacción –y hasta omisión–. No se trata de rechazar o dejar de lado todas esas cosas, no. Se trata, más bien, de colocarlas en su justo sitio. No se entiende que se valore más una novena a san Verecundo que el culto eucarístico, por más que san Verecundo fuera un santo muy eucarístico. No se entiende que nos emocionemos hasta el éxtasis en una procesión a santa Cucufata, y que esas mismas lágrimas no nos inspiren la práctica del sacramento de la confesión y un deseo sincero de conversión en nuestra vida. Como tampoco se entiende que nos dediquemos a la beneficencia y a la solidaridad con el prójimo, y no hablemos de Cristo a esos necesitados, que es el mayor bien que les podemos ofrecer y la mayor solidaridad que podemos tener con ellos.

Si nos pusiéramos a la puerta de una iglesia, micrófono en mano, preguntando a la gente lo que preguntó aquel escriba, quizá nos llevaríamos una tremenda sorpresa. Porque, lo de amar a Dios por encima de todas las cosas puede confundirse con una especie de espiritualismo caricaturesco, que olvida lo del amor al prójimo (el prójimo más próximo: tu mujer, tu marido, tu jefe, tu compa de trabajo, tu vecino recalcitrante…); o bien, porque lo de amar al prójimo como a uno mismo se confunde con una especie “socialismo” también caricaturesco, que olvida lo de amar a Dios por encima de nuestros ideales puramente sociales (a ese Dios que está en los sacramentos, en la Iglesia, en la liturgia…). El eterno dilema sobre si el amor a Dios me aparta del amor al prójimo, o si el amor al prójimo va por delante del amor a Dios, sigue siendo para muchos un puzzle sin solución. Pero, mientras andemos dando vueltas a ese falso dilema, seguiremos sin recuperar la unidad de vida de la que habla Cristo en el Evangelio, es decir, seguiremos rezando por un lado y viviendo a nuestro modo por otro. Al final, el escriba entendió muy bien la unidad que hay entre el amor a Dios y el amor al prójimo y reconoció con humildad que esa unidad de vida vale más que todos los sacrificios y holocaustos que puedan ofrecerse a Dios. Pidamos al Corazón de Jesús que nos enseñe esta unidad de vida, para que sea el don de su amor la fuente de nuestro amor en todo y a todos.