En nuestra cultura urbana es difícil hacerse idea del gran valor que tiene una oveja y de todo lo que este animal aporta a la supervivencia de las familias del campo. La lana, el queso, la leche… los rebaños de ovejas han sido –y continúan siendo– un preciado bien familiar y una estampa típica de muchos pueblos. Sin embargo, para las nuevas generaciones urbanas, ver una oveja es todo un acontecimiento. Es cada vez más frecuente que, entre las actividades escolares, se incluya la visita a alguna granja, para que los niños sepan lo que es una vaca, una oveja, un cerdo, o una gallina, pero de las de verdad. A las multitudes que acudían a escuchar la predicación de Jesús no les extrañaban las historias de ovejas, pastores y rebaños. No las habían aprendido en una granja-escuela, sino que era una actividad habitual de su vida cotidiana. Por eso, entendían muy bien qué significaba perder una oveja y qué angustia vivía el pastor hasta que lograba encontrarla, si no se la habían comido antes los lobos.

La parábola de hoy es una invitación más a profundizar en el camino del amor. Por una parte, el amor que empuja hacia la conversión, simbolizada en esa oveja que vuelve al rebaño buscando el afecto y la compañía de su dueño y pastor. Por otra parte, el amor mucho mayor del pastor, que se anticipa y espera incondicionalmente el regreso de su oveja. Y, de fondo, la desproporción enorme entre nuestro amor y el de Dios, por mucho que nuestros propósitos y deseos de conversión pretendan ser sinceros. La conversión no nace de los puños sino de la atracción del amor de Dios, que es quien nos empuja desde dentro hacia un amor cada vez más grande, más sincero, más entregado, más íntimo. Pero, entendiendo bien que cuando hablamos de amor no lo hacemos en clave sentimentalista o emotivista, sino en clave cristiana, es decir, el amor que se entiende solo desde la Cruz. Porque pretender una conversión sin esfuerzo o presumir de un amor sin entrega y sin Cruz, es arrancar del Evangelio algunas de sus páginas más bellas. No convirtamos el cristianismo en una ideología, o en una religión sin trascendencia, diluida en un espiritualismo interiorista y bucólico, que nada tiene que ver con la sencillez del Evangelio.

La parábola de la oveja perdida nos da algunas claves importantes para celebrar con profundidad y contemplación la fiesta de hoy: el Sagrado Corazón de Jesús. No entendemos nada del misterio de Dios si no es desde su centro, que es el amor. Pero, un amor humano y divino a la vez, que se nos sigue haciendo carne cada día en la Eucaristía. El amor del pastor por cada una de las ovejas de su rebaño explica muy bien esta devoción al Sagrado Corazón de Jesús, que encierra inagotables tesoros.

Y ¿puede entenderse la figura del pastor sin la del rebaño? ¿Puede entenderse la imagen del corazón sin la imagen del cuerpo? No hay conversión veraz fuera de la Iglesia, ese cuerpo místico de Cristo animado y sostenido por el corazón ardiente del Señor. Pidámosle hoy, de una manera especial, que transforme nuestro corazón de piedra en un corazón según la medida del Corazón de Cristo.