Dicen que los fantasmas no existen; pero, nosotros los inventamos. Aquellos apóstoles, miedicas y timoratos, no dudaron en creer que la figura que se les acercaba de noche y caminando sobre las aguas era un fantasma. La escena es digna de ser llevada a la gran pantalla por un buen director de cine: de noche, rendidos por el sueño y el cansancio, en plena tempestad, con un viento que amenazaba hundir su barquilla, dando tumbos a lo loco sobre las olas… Y, de repente, ven un resplandor desconocido y a alguien que se les acercaba caminando con serenidad en medio de la tempestad y del fuerte oleaje… ¡Como para no creer en los fantasmas! Y Pedro, en un arranque de valentía, desafió a aquella aparición, pidiéndole que le hiciera también a él caminar sobre las aguas. Pero, para sorpresa suya, cuando se vio caminando en medio de aquel oleaje, a pesar de que estaba viviendo el milagro en primera persona, no pudo evitar que su fe tambalease y comenzara a hundirse. Difícil imaginar lo que Pedro sintió cuando se agarró con fuerza a aquella mano del Señor, que le salvó de la furia del oleaje y de morir ahogado. Y cuando todos se encontraron en la barca, invadidos ya por la calma, ninguno se atrevió a decir palabra, abrumados por todo lo que acababa de pasar y aturdidos por esa poderosa presencia del Maestro.

Es más fácil creer en fantasmas, fiarse de las apariencias, caminar sobre las propias fuerzas, aferrarse a las seguridades humanas de nuestras barquillas, pretender dominar con autosuficiencia las tempestades y el oleaje del día a día… Y, sin embargo, Dios no deja de pasar por nuestra vida, de aparecerse y venir a nuestro encuentro, de intervenir en nuestra vida con la fuerza poderosa de su providencia. Pero, muchas veces su paso nos pilla de noche, cansados y dormidos, preocupados por nuestra barquilla y tan agobiados por el oleaje diario que terminamos creyendo que no Dios sino un fantasma. Es más: nos cuesta menos creer y fiarnos de los fantasmas, a los que vemos, que de Dios, a quien no vemos. Y, aunque estemos viviendo el milagro en primera persona, como Pedro, ¡preferimos creer en nuestros fantasmas!

Vivimos una fuerte crisis de fe, es decir, de confianza. Cuántas veces le echamos en cara a Dios que no nos haga uno de esos milagros, digno de un oscar a la mejor película, o que no se nos aparezca delante de las narices, aunque sea bajo la apariencia de un fantasma, un gnomo o un geniecillo. Porque eso de fiarse, de creer así sin más, sin pruebas, sin avales, sin adelantos, es una exigencia tremenda e injusta. ¿No es Dios? ¡Pues que lo demuestre! ¡Que se luzca! Estamos en la civilización y la cultura de la imagen. ¿Cómo creer en un Dios al que no tocamos ni vemos, ni siquiera con la apariencia de un fantasma?…

Pasado ya el miedo y el agobio de la tempestad, el Señor solo recriminó a Pedro una cosa: “¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?”. Esa es ahora nuestra principal tentación: dudar, no tener fe, no confiar en que el Señor es capaz de caminar sobre todas las aguas y de amainar todas las tempestades. El ambiente, las noticias, la violencia, la corrupción, la persecución… todo invita a creer, a tener más fe, a no dudar. Y si se trata de nuestras faltas, debilidades, pecados, nuestra reforma del carácter, nuestras omisiones, nuestros flacos esfuerzos, nuestra falta de voluntad… también: todo invita a creer más, a confiar con más fuerza, a esperarlo todo de Él, a no dudar. Aunque parezca que nuestra barca se hunde, que todo se pone en contra, que el mal nos rebasa por todas partes… Jesús sigue caminando hoy sobre todas nuestras aguas y tempestades. Basta que creas en la fuerza de su mano. Aunque sea de noche y tu barquilla parezca hundirse.