Los diálogos de Jesús con los fariseos, que leemos estos días en el Evangelio, anuncian ya de manera muy clara la inminente Pasión del Señor. El ambiente está muy crispado, porque el Señor les declara algunas afirmaciones que son una verdadera provocación. Es una blasfemia que el Señor diga de sí mismo que “Yo soy”; es un escándalo que afirme también que Él conoce al Padre; es un sacrilegio que afirme de sí mismo que es más que Abraham y más que los profetas; en fin, es una injuria y una ofensa a la Ley que el Señor afirme de muy diversas formas que Él es Dios. A punto estuvieron los judíos de apedrearle, aunque el Señor pudo esconderse por los recovecos del Templo y salir ileso de aquella turba enfurecida de sabiondos.

Con nuestra mentalidad de hoy, seguramente le hubiéramos aconsejado al Señor que fuera más prudente y comprensivo, más dialogante, menos radical y más tolerante, porque no se puede ir por la vida diciendo esas cosas, que tanto rechinan a los oídos de la gente. Hemos de vivir la fe en minoría, así que no podemos ir por la vida provocando desaires y confrontaciones, no sea que se borren los pocos que quedan, por miedo a terminar también apedreados. Y así nos va. Porque con un Cristianismo lleno de respetos humanos y de componendas no creo que lleguemos muy lejos. Si nos repele el escandalo de la Cruz, que nunca el mundo ha logrado entender, es que tenemos seguimos teniendo el carné de católicos pero la mentalidad bastante mundanizada. El Señor sabía que se la estaba jugando y que tarde o temprano había de pagar un alto precio por todo lo que decía. Pero, si hubiera claudicado a las modas de la época, al qué dirán de las gentes o a las críticas sarcásticas y violentas de los judíos, a estas horas, estaríamos todos perdidos para siempre.

El misterio de la Cruz, que ya se vislumbra en el horizonte de la Semana Santa, nos interpela y nos incomoda, porque nos invita a desinstalar nuestra fe de tanto acomodo como nos buscamos. Seguramente estos días logremos conmovernos un poco más que de costumbre cuando contemplemos las numerosas imágenes que saldrán en los pasos de las procesiones, o cuando celebremos la bellísima liturgia del Triduo Pascual; pero si esa emoción y esa devoción tan sentida no nos lleva a una mayor conversión, a un cambio de vida, a una revitalización de nuestra fe, a un compromiso mayor con Dios, habremos cumplido un año más con el protocolo religioso de estos días y un año más el misterio de la Cruz habrá pasado de largo antes nuestros ojos. La actitud virulenta de los judíos nos invita a disponernos internamente para acompañar en estos días al Señor y pedirle a la Virgen dolorosa que nos haga entrar un poquito en los sentimientos de su Corazón.