“El Señor se acuerda de su alianza eternamente”, canta el salmo responsorial. Se trata de una alianza de salvación y de presencia permanente en medio del pueblo, obrando prodigios. Continua el salmo: “Envió a Moisés, su siervo, y a Aarón, su escogido”. Ambos guiarán al pueblo entero en esta pascua, en este paso de la esclavitud a la libertad, del destierro a la propiedad de la tierra prometida, de la oscuridad del pecado a la libertad de la adoración divina.

En el marco de la alianza, se hace referencia a este culto y adoración del Señor. Yahveh indica a Moisés lo que tiene que decir al faraón: “Tenemos que hacer un viaje de tres jornadas por el desierto para ofrecer sacrificios al Señor, nuestro Dios”.

Desde el relato de Caín y Abel que aparece en el libro del Génesis, los actos de culto a Dios se realizan mediante la ofrenda y el sacrificio, esto es, mediante el ofrecimiento al Señor de los dones que tenemos, de los que nos privamos para entregárselos a él. De este modo se simboliza también la entrega de la propia vida: en los dones que ofrezco, me ofrezco yo mismo. Este ritual evoluciona en el pueblo de Israel, pero siempre guarda unas características comunes.

La primera, el sacrificio de la sangre de animales. Algo muy preciado en una cultura nómada —en el caso del Éxodo—, pues el pueblo se alimenta del ganado. Es algo de mucho valor que se ofrece a Dios, y que es un sacrificio, una renuncia para los fieles.

La ofrenda pretende mostrar la adoración a Dios, su reconocimiento como el único Señor, soberano del mundo. Pero esta adoración no se produce por el mero hecho de sacrificar un toro o un cordero. Ha de ser un acto interno del corazón, algo que ve sólo Dios. En el caso de Caín y Abel queda en evidencia que el sacrificio más agradable al Señor, y por lo tanto, el culto que Dios pide, no se realiza por meros actos exteriores: la ofrenda de Abel va acompañada de rectitud de corazón, mientras que la de Caín no.

La alabanza y culto al Señor la realizamos con el ofrecimiento de nuestro corazón y de nuestra vida. En ese caso, el ofrecimiento de las cosas que tenemos tendrá su efecto. A lo largo de los próximos días, vamos a ver al pueblo de Israel dudando en numerosas ocasiones de Yahveh y de Moisés. Aparecerá una definición nada positiva de los israelitas: “pueblo de dura cerviz”. Y Dios se quejará de lo lejos que están de Él. Ofrecerán sacrificios a regañadientes, por obligación, pero sin corazón.

De hecho, en la historia de la salvación, sólo ha habido un corazón que haya realizado un culto verdadero y pleno. Sólo Jesús de Nazaret, como el nuevo Moisés, ofrecerá a Dios Padre el culto que se merece, con un sacrificio externo —la muerte en Cruz—, acompañado de una obediencia y ofrecimiento completo de sí mismo que da plenitud interna al propio sacrificio. Es lo que celebramos cada día en la liturgia de la eucaristía. Nos unimos a este sacrificio santo y puro que hace Jesús de sí mismo por toda la humanidad, de modo especial por los que participamos en ese momento en la Santa Misa.

Cristo es “manso y humilde de corazón”, y nos muestra así el camino de una verdadera adoración a Dios. Una vida santa, en presencia de Dios, con permanente lucha por corregir nuestros males, servir al Señor y a los demás. Este es el verdadero culto que aparece ya indicado en la historia del Éxodo.