La lectura del Evangelio es una empresa arriesgada. Si las palabras del Señor no producen sacudida en la voluntad y los afectos, mala cosa, es que se las ha utilizado como entretenimiento espiritual. De por sí, toda lectura de un buen texto debería provocar la sacudida emocional que se produjo en Henry Miller cuando leyó a Dostoievski por primera vez, “fue un acontecimiento de absoluta trascendencia en mi vida, el primer acto consciente que tuvo sentido para mí. Fue mi primer vislumbre del alma del hombre, ¿o debería decir que Dostoievski fue el primer hombre que me reveló su alma?”. Si hasta ese extremo revelador llega a tener fuerza la ficción, como para quedarnos quietos y no comernos las palabras que salieron de los labios del Señor. Los textos de la Escritura son carne para digerir, trotan como becerros en la plaza, no se quedan quietas en el papel. Es la inocencia misma de Dios batiendo con sus puños de niño todas las puertas del barrio, a ver quién le abre.

Hoy dice el Señor que no es de recibo leer y no cumplir, es decir, no vale saltarse la vida. Elogia a quien ha escuchado las palabras que acababa de pronunciar y las pone en práctica. Porque las suyas no tienen la misión de ir al mármol o permanecer pintadas en la cenefa de una bóveda. Tienen la misma vocación de la carne, que no se queda quieta hasta que no anida en otra carne que le promete una vida para siempre. El encuentro esponsal habla perfectamente de lo que es la lectura de la Escritura y su puesta en marcha. Cuando se acaba de hacer la proclamación del Evangelio en la celebración de la eucaristía, y oímos al sacerdote decir “Palabra del Señor”, respondemos” “gloria a ti Señor Jesús”. Pero la glorificación se hace con la vida, no con las palabras, qué fácil sería responder y sentarse. El esposo glorifica a su mujer cuando la escucha con meticulosidad y experimenta con ella la complicidad de una vida compartida. Hoy no podemos oír con «corazón extraviado» al sacerdote, porque todo cuanto está escrito en ese Leccionario rojo nos pone en marcha hacia la Navidad.

Te dejo una frase feliz de Kafka que le viene al pelo a esa provocación perpetua que es la Palabra de Dios, “necesitamos libros que surtan sobre nosotros el efecto de una desgracia muy dolorosa, como la muerte de alguien al que queríamos más que a nosotros, como un destierro en bosques alejados de todo ser humano. Un libro ha de ser un hacha para clavarla en el mar congelado que hay dentro de nosotros”.