Con la primera lectura de hoy se pone fin a la lectura del ciclo de la vida de Salomón que el libro de los Reyes nos ha presentado los últimos días. Y, por desgracia, no lo hace con un final feliz, pues el rey, en sus últimos años, se dejó llevar por las cosas del mundo y separó su corazón de Dios, incumpliendo la promesa que su padre David había sellado y que él mismo había aceptado… y disfrutado.

Pero, a veces, los hombres carecemos de la memoria suficiente para recordar las maravillas que Dios hace en nosotros y con nosotros, tal y como había hecho con Salomón, un rey según el corazón de Dios y sabio como ningún otro monarca lo había sido hasta entonces. Por el contrario, encontramos, en el Evangelio que la Iglesia nos propone hoy, a una mujer que, por decirlo de algún modo, tiene un exceso de fe y sabe que Jesús nada le va a negar. Parece que Jesús le pone a prueba con unas palabras que, ciertamente, nos pueden resultar llamativas, pues parece que está comparando a los griegos, es decir, a los gentiles, con los perros. Pero, más allá de esto, Jesús provoca en la mujer la insistencia en la petición, hace que la necesidad de salvación se haga más explícita en el corazón de la mujer. No se enfada, sino que insiste, aceptando que ella, como nadie, es digna por sí misma de que todo un Dios le invite a comer a su mesa, aunque sea para recoger los restos. Se pone en verdad ante la grandeza del Señor, reconoce su pequeñez. Y es ahí, en la fe de los sencillos, donde de veras puede actuar Cristo, que no duda en darle a la mujer lo que pedía: la curación de su hija.

Por eso nosotros hoy debemos orar a Jesús con insistencia por nuestra fidelidad y para que nos conceda un corazón humilde y sencillo en el que Él pueda realizar su obra; que no nos cansemos de pedir, como dice el papa Francisco, que seamos como la mujer de origen griego. Que tengamos el valor de mirarle a Él y no nos despistemos con las falsas y vacías ofertas de felicidad que nos ofrece el mundo.