El Evangelio de hoy nos trae una de esas escenas en las que la misericordia del Señor queda más de manifiesto con la curación a un leproso, es decir, a una persona apestada, indigna de vivir en la sociedad de la época y portador de una enfermedad muy contagiosa y peligrosa. Pero Jesús, venciendo todo tipo de convenciones sociales, se acerca a él, le toca y le cura. Pero el Señor no sólo se pone por encima de convenciones sociales, sino que toca al leproso, algo que ni el sacerdote levítico hacía, pues éstos, simplemente, se limitaban a certificar si la persona estaba enferma y debía ser apartada, así como comprobar, en caso de curación, que podía ser restituida.
Vemos, por tanto, a Jesús ejerciendo una función superior al sacerdocio del Antiguo Testamento. Sin embargo, el Señor, tras limpiar al hombre, le manda cumplir con lo prescrito en la Ley de Moisés, como si estuviera involucionando en la lógica con la que Él mismo se presentaba. Pero, ¿cómo es esto posible?, ¿qué nos dice este hecho a día de hoy?
Los judíos celebraban la entrega de la Ley a Moisés en el Sinaí en la fiesta de Pentecostés. La ley a la que Jesús hace referencia es algo posterior, pero es consecuencia del desarrollo ritual de la Misma y es un código mandado por el gran profeta de Israel. Por tanto, era de obligatorio cumplimiento. Pero, ¿qué ley debe seguir el cristiano? La respuesta la encontramos en el gran pasaje de Pentecostés, es decir, de la memoria de la entrega de la Ley en los Hechos de los Apóstoles. Aquel día, el Resucitado entrega el Espíritu Santo a los apóstoles, como diciéndoles: “He aquí la nueva ley, la ley definitiva, que es la que el Espíritu Santo dicta y actualiza cada día”. Dos detalles: la importancia del Espíritu, que es Amor, y la dimensión eclesial, pues Jesús entrega al Paráclito a los apóstoles.
Ya vislumbramos la repuesta: el cristiano, tras ser tocado y sanado por Cristo, debe vivir de la nueva Ley, que es el Espíritu, en la Iglesia. Y aquí nos nacen dos preguntas muy personales: ¿soy consciente de que necesito ser tocado y sanado por Jesús? Y ¿vivo del Espíritu que encuentro en la Iglesia o busco al Señor por mi cuenta y sin mis hermanos, es decir, de un modo intimista?
La primera pregunta es algo de lo que hablamos constantemente, pero nunca se dejará de mencionar lo suficiente. Sin embargo, hoy atenderemos brevemente a la segunda.
La Iglesia es el lugar de la presencia de Jesús Eucaristía y del Espíritu Santo; es el cuerpo de Cristo, como dice Pablo. Esto es importante: debemos verla como Aquella que nos garantiza el contacto con lo verdaderamente sagrado, con esa realidad que nos eleva y nos permite vivir en plenitud, cosa que sucede, precisamente, porque el Espíritu siempre habla en tono, por así decirlo, eclesial. Por eso, debemos buscar al Paráclito, debemos vivir abiertos a su voz y a su obra en nosotros, siendo conscientes de que sólo seremos verdaderamente hombres, esto es, plenos, en la medida en que nos insertamos en esa Iglesia a la que el Espíritu nos conduce. Sin Iglesia no tendremos a Cristo, Ella es la barca en la que debemos navegar en la vida; fuera de ella nos hundimos y no llegamos a puerto.
Y la Iglesia ha sido entregada a todos los hombres, pero, en especial, a los apóstoles, encabezados por Pedro, y a sus sucesores. Es decir, al Papa y a los obispos. Por eso, ir a cumplir lo que Moisés manda es, hoy, amar y obedecer el Magisterio; es tener fe en que es Jesús, es el Espíritu Santo, quien maneja la barca; es ser instrumento de comunión con los hermanos, es rezar por el Papa y nuestro obispo. Si, por el contrario, nos ponemos a criticar y a desoír al Santo Padre, nos pasará lo que al leproso: que provocaremos que Jesús no pueda entrar abiertamente en ningún lado. Esto, aparentemente, es bueno, pues parece que viene mucha gente a Él. Sí, pero lo cierto es que, aun en apariencia de bien, descoloca los planes del Señor, que necesitaba salir de las ciudades a lugares solitarios.
Dejarnos tocar por Cristo hoy es dejarnos tocar por su Iglesia, lo cual significa también no juzgarla por los pecados de los hombres que la componemos, sino tener esa mirada de fe que el leproso nos regala: “si quieres, puedes limpiarme”. Pidámosle al Espíritu Santo ese amor a la Iglesia profundo y, en especial, al papa Francisco y a nuestro arzobispo, don Carlos Osoro.