“Y sucedió que, cuando todo el pueblo era bautizado, también Jesús fue bautizado; y, mientras oraba, se abrieron los cielos, bajó el Espíritu Santo sobre él con apariencia corporal semejante a una paloma y vino una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo, el amado; en ti me complazco»”. El relato corresponde al evangelista San Lucas (3,13-17) y de modo similar lo exponen los otros tres evangelistas.
Este acontecimiento que tuvo lugar en el río Jordán, con San Juan Bautista como testigo excepcional, da comienzo a la vida pública de Jesús, cuando rompe el misterioso y largo anonimato de su vida oculta, revelándose ahora como el Mesías esperado durante milenios por el pueblo de Israel.
Y comienza a lo grande: en el bautismo se manifiestan las tres Personas de la Trinidad beatísima, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Manifiesta así la novedad radical que se añade al ritual del bautismo, ritual conocido en muchas religiones como símbolo de purificación, re-nacimiento o inserción en una comunidad. En el pueblo judío era costumbre hacer ese ritual en el río Jordán, donde acudían muchos personajes a bautizar. El más conocido para nosotros es Juan el Bautista, pero existían otros muchos.
Isaías expone en la primera lectura la vocación del siervo de Dios, que se realiza de modo pleno en Jesús de Nazaret. En la segunda lectura, San Pedro alude a la unción de Cristo, que en el día de su bautismo no fue con aceite, como acostumbraban los judíos, sino con el mismo Espíritu Santo divino. “Cristo” viene de la palabra griega “Cristós”, ungido, aludiendo al “crisma”, el ungüento con que se realizaba la unción. Los creyentes somos ungidos en el bautismo con el Espíritu Santo que ungió a Jesús, revelándole como el “Cristós” de Dios, el ungido de Dios. Y por eso nos llamamos cristianos: participamos de la unción del Espíritu Santo que recibió Cristo aquél día en nombre de toda la humanidad.
El don del Espíritu Santo nos hace hijos en el Hijo, semejantes a Él. Le convierte en nuestro Hermano mayor, y por lo tanto, hace que su Padre, sea también mi Padre. El bautismo hace de Dios mi familia. La filiación divina es una relación familiar con Dios. Tratamos a Dios de modo familiar, porque él lo ha querido.
Esta relación familiar la experimentamos de muchos modos. Uno entrañable es cuando vas a casa de los abuelos, o un hermano, o unos primos. Llamas al telefonillo o a la puerta y te abren con todo cariño porque te reconocen como parte de sus vidas. Tu llegada es una alegría porque te aman. Eso es la relación familiar: reconocer a las personas, respetarlas, ayudarlas, construir una familia juntos y sobre todo amarlas.
En cambio, si llamas a una casa cualquiera, seguramente no te abran ni el portal. En casos de necesidad, los desconocidos pueden echarnos una mano: cuando un niño se extravía, cuando he tenido una caída en la calle y me he roto algo, cuando me han robado… Pero no es una relación familiar. Es una relación por necesidad que responde al civismo que todos debemos cultivar en la sociedad.
Está claro que todos somos ciudadanos, pero no todos son mi familia. La diferencia es clara. Y esta diferencia es lo que marca la necesidad del bautismo: el bautismo hace que Dios sea tu familia. No es un ciudadano más, ni te mira como un ciudadano más al que atender en caso de necesidad por puro civismo o beneficencia. Es tu Padre, tu Hermano mayor, y la intensidad con la que te ama con amor familiar es el mismo amor familiar que les une a ellos: es el Espíritu Santo. Cuando llamas a su puerta, ¡estás llamando a la puerta de alguien de tu familia!