Continuamos hoy con la segunda parte del relato del Pecado Original, ayer dejábamos a Adán y a Eva escondiéndose del Señor, al caer la tarde, cuando Dios y el ser humano compartían atardeceres en el Edén, puntual a su cita con el hombre, Dios llama a Adán que se esconde de él, primera vez de las muchas que el Señor sale al encuentro de todos y cada uno de los hombres, primera de una larga historia, una historia de salvación que llega hasta nuestros días y que pone de manifiesto que Dios no se olvida de su creación, sino que se convierte en su «perseguidor», le persigue para que sea feliz, le persigue con insistencia, como la madre que a los pies de la cama del hijo enfermo vela su enfermedad.

Y cómo si de un conflicto de los habituales entre un padre y su hijo, comienzan las excusas, los tartamudeos, la vergüenza ante el pecado cometido…y la ruptura de la confianza y de aquel estado idílico en el que el hombre estaba en comunión con Dios… que lejos queda el tiempo en el que paseaban por el Jardín del Edén, el hombre decide intrépido vivir por su cuenta y se encuentra con la cruda realidad del pecado, que nos prometía un futuro de felicidad y que en realidad nos empuja a la soledad y la tristeza del alejamiento de Dios…

Parecería que al hombre no le queda ninguna esperanza, llamado a labrar la tierra con sudor, llamada la mujer a parir con dolor, el desconsuelo podría adueñarse de nuestros corazones. Sin embargo, el texto evangélico nos recuerda, en contraposición la sobreabundancia de Dios, en la escena de la multiplicación de los panes y los peces, que podríamos titular: «Todos quedaron saciados». Si, frente al desconsuelo del relato del Génesis, Jesús colma las ansias y necesidades de sus coetáneos. Cuando el hombre se encuentra con Dios, hay pan de sobra, se renueva la esperanza y la sonrisa brota junto a las lágrimas enjugadas… aquellos que parecían condenados al olvido encuentran por fin su salvación.

Tal vez hoy sea un buen día para recorrer nuestra propia historia y leerla como historia de Salvación. Seguramente al interrogarnos por nuestra situación nos brotan los lamentos, las dificultades, los problemas, tal vez incluso las enfermedades, parecería que estamos cegados para reconocer la sobreabundancia de Dios, para ver como también a nosotros el Señor nos ha saciado de sus bendiciones y que hemos compartido y compartimos su pan que da vida en abundancia. Ante semejante esperanza de nuestros labios solo puede desprenderse un suspiro agradecido y una sonrisa confiada.