El libro del Eclesiástico nos regala hoy unas palabras preciosas sobre la amistad que pueden ser hoy objeto de nuestra meditación: «Un amigo fiel es un refugio seguro, y quien lo encuentra ha encontrado un tesoro. Un amigo fiel no tiene precio y su valor es incalculable. Un amigo fiel es medicina de vida, y los que temen al Señor lo encontrarán. El que teme al Señor afianza su amistad, porque, según sea él, así será su amigo».

Es notable cómo la Escritura relaciona el temer al Señor con la amistad como si nos dijera: la verdadera escuela de la amistad es la relación de los hombres con Dios. Y, bueno, el mismo Jesús expresó con la palabra «amigo» su relación con nosotros.

Sabemos que la verdadera amistad es aquella en la queremos lo mejor para el otro, para el ser amado. Y ahí aparece nuestro ser cristianos, el hecho de que en Jesús hemos hallado la perla preciosa por la que todo pasa a un segundo plano. Nuestra relación con Dios es tan importante que no podemos excluirla de nuestras verdaderas amistades, esas que están llamadas a lo más profundo de los corazones. Cierto es que a veces nos puede dar reparo… pero, ojo, allí donde tengas que ocultar tu condición de hijo de Dios, de fiel seguidor de Cristo, quizás no haya verdadera amistad. Por contra, aquella persona con la que puedas compartir tu fe, lo más importante de tu vida, es la idónea para entablar una amistad preciosa.

Esto no quiere decir que no tengamos amigos que no sean cristianos, pero sí debemos ser conscientes de que no es bueno ocultar nuestra fe, que no es algo que se viva en el espacio privado sin más, como algo intimista, sino que Jesús lo abarca todo. La reflexión ante el Señor que nos podemos hacer hoy es, precisamente, esta: ¿vivo mis relaciones de amistad en la presencia de Dios o al margen de mi fe?