Me sorprende mucho como el papa Francisco habla de las crisis dentro del matrimonio con toda naturalidad. Al describir el proceso por el cual el amor conyugal va madurando hasta llegar a su plenitud, el Papa nos enseña que esta historia está jalonada necesariamente por esas circunstancias adversas que nos obligan a parar y que nosotros llamamos “crisis”. Es como si nos advirtiera de que no se puede crecer ni personalmente ni comunitaria mente sin afrontar y superar estas pruebas. El quid de la cuestión está en descubrir quién nos empuja y hacía dónde, en esos momentos. San Ignacio en los ejercicios espirituales nos habla de las desolaciones que vienen siempre detrás de sus contrarias, las consolaciones. Nos dice que cuando estamos en desolación nos dejamos aconsejar y mover más fácilmente por el mal espíritu y su perversa intención de apartarnos de Dios. Pues bien, también Jesús en su vida mortal tuvo que superar estas crisis para llegar hasta el final en su camino de obediencia al Padre y de amor a los hombres, sus hermanos. Al final, Jesús será aquel nuevo Adán que con su obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz, habrá desandado el camino de la desobediencia del primer Adán. Será también el nuevo Adán que habrá amado hasta el extremo de dar la vida por su esposa, desandando el camino de la discordia entre el primer Adán y su mujer. Pero para llegar hasta el final, Jesús tendrá que superar estas crisis que servirán a su vez de punto de inflexión, de transición de una etapa vital a otra.

Después del bautismo, una vez que su carne fue ungida por el Espíritu Santo, este mismo Espíritu condujo a Jesús al desierto para ser tentado. Y así Jesús aprenderá quién es su enemigo y cuáles son sus armas y propósitos. Aprenderá también a sofocar sus ataques y de qué armas se debe valer para el combate: la Palabra y el Espíritu. Las tentaciones del diablo tienen un proceso gradual. El enemigo va de menos a más. Así, como quien no quiere la cosa, uno termina haciendo lo que no quería hacer y convirtiéndose en lo que no quiso ser. San Ignacio describe este proceso en esa gran página de los ejercicios espirituales que es la “meditación de las dos banderas”: la de Cristo y la de Satanás. Una de sus intuiciones mejores consiste en mostrar que no hay terreno neutral en el corazón del hombre. Que no se puede servir a dos señores como no se puede militar más que bajo una de las dos banderas. En cada bando se describe con caracteres muy distintos el capitán, su discurso y su propósito. Satanás quiere enviar a los suyos para que aten y esclavicen a los hombres con la codicia de riquezas, el deseo de honores y por último la soberbia hasta creerse autosuficientes, en definitiva ser como dioses, que es la antigua y falsa oferta del tentador en el paraíso. En el otro bando, Jesús envía a los suyos a liberar a los hombres trayéndoles hacia la pobreza, el deseo de oprobios y, por último la humildad, que es la puerta de la santidad verdadera. La petición que se propone hacer en esta meditación consiste en pedirle a Dios conocimiento de los engaños de Satanás para que una vez descubiertos los rechacemos y por otro lado, conocimiento de la belleza de la propuesta de Cristo que una vez descubierta nos lleve a abandonarnos en él.

Es importante comenzar la cuaresma con esta meditación como trasfondo. El tentador le ofrece a Jesús el camino fácil para superar su hambre: saciarla con pan, con algo meramente material. En un segundo momento, que San Lucas expone en tercer lugar, le invita a buscar la aprobación de la gente a través de un signo espectacular, buscando lucirse y estar en boca de todos. En un tercer momento que aquí el evangelista lo coloca en segundo lugar, le propone que se postre por fin ante él, que se venda al diablo. También nosotros en el día a día, estamos tentados aunque a veces no seamos conscientes de escoger el camino contrario al que al que Dios nos muestra y que Cristo ha escogido. Siempre nos seduce escoger el camino del tener y ascender a cualquier precio aunque eso exija trepar o pisar a otros, en la búsqueda vertiginosa de una supuesta felicidad que no llega nunca. Frente a eso, Jesús nos propone el camino del descenso, el camino que él ha recorrido antes y que le llevará paradójica mente hasta lo más alto del cielo.

Al comenzar la cuaresma huyamos de hacer unos propósitos previstos en un programa previo a nuestra oración, que es algo más propio de una yincana infantil que de una vida espiritual madura. Dejemos que el Señor nos lleve al desierto, donde se manifiesta nuestra debilidad para mostrarnos cuáles son nuestras esclavitudes y miedos, dónde están nuestros engaños. Usemos las armas de Cristo: la Palabra y el Espíritu de Dios, que en estos días quieren entrar en el corazón y purificarlo. No tengamos miedo a pasar este “test de estrés”, está “crisis necesaria”. Solo así avanzaremos hasta la meta.