Está siendo una semana muy, muy sacerdotal.

Todos los días pedimos en misa especialmente por el Papa, nuestro obispo diocesano, el resto de obispos y sacerdotes. ¡Todos los días! Porque hay mucho en juego. No son momentos fáciles para la Iglesia, ni para el sacerdocio.

La crisis de los abusos sexuales en la hasta ahora escondida vida de numerosos clérigos ha sido un mazazo que nos ha dejado noqueados. Para muchos fieles, la confianza se ha roto; para otros, el escándalo es mayor que su fe y han abandonado la asistencia a la iglesia. Tampoco ayuda que los medios de comunicación hayan hecho más sangre de la que se debía y se ha creado a conciencia una imagen calumniosa de todos los sacerdotes.

Quien conoce la historia de la Iglesia sabe que las costumbres del clero han reflejado en muchas ocasiones las debilidades de todo hijo de vecino. Al fin y al cabo, el sacramento del orden sacerdotal no quita el hecho de que los sacerdotes son —somos— personas de carne y hueso, con las mismas pasiones y tendencias —buenas y malas— de sus conciudadanos. No descubrimos con ello ningún océano.

Por esta razón, tenemos que mirar a los grandes sacerdotes santos, que se han distinguido por llevar tras de si un sacerdocio creíble, arrastrando a muchos otros a esa vida ideal, luchando por no enfangarse de mundanidad. El pecado y la santidad están en lucha constante sobre todo en la vida de los sacerdotes, puesto que son la continuidad en la historia del único sacerdocio de Cristo y el maligno sabe que es donde la batalla ha de ser más cruda. Un sacerdote santo provoca un tsunami de santidad a su alrededor y arrastra tras de sí a muchísimos otros sacerdotes.

San Pablo describe con especial ternura su propia pequeñez en comparación con la grandeza de su ministerio: “llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que una fuerza tan extraordinaria es de Dios y no proviene de nosotros”.

El sacerdote ha de ser un hombre de Dios, que se una a Dios y que luche por que nada rompa ese vínculo tan cotidiano pero sobrenatural que une sus actos con la misma acción divina del propio Jesucristo (que eso son los sacramentos).

Pero cada día, el sacerdote se mira al espejo para ver también su humanidad y luchar contra sus propios defectos y pecados, que en numerosas ocasiones son una losa que acompaña toda su vida. Por ejemplo, el desorden; la impaciencia con las personas intensas; el agobio por la escasez económica; perder el tiempo con la tecnología, o usarla para cosas malas; el disgusto por los dimes y diretes continuos de la feligresía; el pesimismo de ver cómo está la sociedad… ¡La vasija de barro la contempla uno todos los días en el espejo!

Por ello, cada sacerdote ha de cuidarse un montón porque las dificultades no son pocas. También lo explica San Pablo: “Atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, mas no aniquilados, llevando siempre y en todas partes en el cuerpo la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo”.

Tribulaciones, apuros, persecución, derribos, muerte. La respuesta que da San Pablo a cada una de esas pruebas conlleva cuidarse mucho, acudiendo para fortalecerse al gimnasio sacerdotal por antonomasia: la oración para llenarse de amor de Dios y fiarse a la asistencia continua del Espíritu Santo.

Otra máquina que hace mucho músculo sacerdotal es cuidar las amistades de buenos compañeros sacerdotes.

Y, por supuesto, el afecto noble, fiel y sincero de su feligresía, que nunca se debe sobreentender.

Con todos estos ejercicios de gimnasio sacerdotal, tendrá músculo para apartar de sí mismo y del rebaño que les ha sido encomendado todo aquello que escandaliza y que aleja de Dios. Hay que estar fuerte para sacarse el ojo y cortarse la mano con tal de no crear escándalo en la iglesia.

Hace poco vi una serie titulada Broken, protagonizada por Sean Bean. Advierto que el director nos cuela algunos elementos algo desenfocados (en un capítulo aparece una absolución general), pero quitando esos detalles, se pinta un cuadro muy real de lo que implica el sacerdocio. Es el texto de hoy de San Pablo llevado a la pantalla chica.

¡Hay que rezar mucho por los sacerdotes! Y los sacerdotes tenemos que rezar mucho.