Oímos en la primera lectura a Moisés que disgustado le dice al Señor: “¿De dónde sacaré pan para repartirlo a todo el pueblo?”, y en el Evangelio de hoy los discípulos recomiendan a Jesús: “Estamos en despoblado y es muy tarde, despide a la multitud para que vayan a las aldeas y se compren de comer”. Menuda diferencia. En el primer caso Moisés, amigo de Dios, con la misma compasión que Él hacia su pueblo al que ama entrañablemente, se queja de su incapacidad para atender él solo las necesidades de los suyos. En el segundo caso los discípulos quieren desembarazarse del problema que les incomodaba: el pueblo estaba hambriento.

¡Qué diferente la respuesta ante el mismo problema!

Hoy en nuestros días es fácil percibir también ese hambre profunda que padece la humanidad entera. No es solo hambre de pan material porque no sólo de pan vive el hombre. Es hambre de Dios, de su presencia, de su consuelo, de su perdón y su paz.

A poco que uno “rasque” en la vida del otro aparece con muchísima evidencia este hambre de plenitud que solo encuentra su respuesta en el “infinito concreto” de Dios.

¿Y nosotros? ¿Amigos de Dios? ¿Discípulos de Jesús?

¿Cómo nos sentimos ante tanta necesidad? ¿Desearíamos también, cómo Moisés, hacer cualquier cosa por saciar ese hambre extenuarte de los nuestros? ¿Levantamos nuestros ojos al cielo para pedirle a Dios que haga “lo suyo” o nos basta con encargarnos de “lo nuestro?

Ojalá fuera así. Me temo que muchas veces preferimos, desde la comodidad de nuestra poltrona, dar consejos a Dios sobre lo que convendría que hiciera; eso sí, que no se le ocurra complicarnos la vida a nosotros, no vaya a ser que tengamos que incomodarnos.

Demos gracias a Jesús, nuestro Señor, porque no nos deja encerrados en nuestra falsa comodidad ni se queda callado ante nuestros miedos y egoísmos sino que porque nos ama de verdad nos dice: “No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer”. Así, Jesus nos abre el corazón y nos ofrece su tesoro más precioso: su misión. Él sabe que no hay alegría mayor que la que experimentamos cuando podemos amar como Él ama. Por eso nos invita a hacer lo que podamos, a traer lo que tengamos, a entregar lo que guardemos. El resto, corre de su cuenta. Eso que a nosotros nos parece tan pequeño e insignificante, resulta que cuando Él lo toma, lo bendice, lo parte y lo reparte entre la gente es más que suficiente para saciar a todos. Es más; ¡todavía sobra!

Cada discípulo tuvo que recoger un cesto lleno de sobras. Doce discípulos… doce cestos. Uno para cada uno. Para que aprendieran y no volvieran a dudar nunca más.